lunes, 26 de enero de 2015

Memoria de Poe / III



Su verdadera falta no fue tanto no “entender” a Edgar, sino mostrarse deliberadamente mezquino y cruel, obstinándose en acorralarlo y dominarlo. Al fin y al cabo, Mr. John Allan perdió la partida contra el poeta en todos los terrenos; pero la victoria de Edgar se parecía demasiado a las de Pirro para no desesperar en primer término al vencedor.
Julio Cortázar
 
Uno de los jueces del concurso organizado por el diario Baltimore Saturday Visiter era John P. Kennedy, quien escribió en su diario sobre Edgar Allan Poe: “Le encontré en estado de inanición. Le di ropa, libre acceso a mi mesa…, le salvé del borde de la desesperación”. Gracias a Kennedy también consiguió la dirección del Southern Literary Messenger, que bajo la guía del poeta se convirtió en un magacín importante en Estados Unidos y a través del cual obtuvo fama como crítico y cuentista. En sus páginas aparecieron, entre otros, “Berenice”, la “Narración de Arthur Gordon Pym” (en folletín) y diversas reseñas y ensayos llenos de lucidez, ironía, conocimientos literarios y agudeza para valorar una obra literaria en términos artísticos. Muchas de sus críticas son navajas que pocos escritores —por la distintiva vanidad del gremio— apreciaron. No obstante, Poe sabía que ejercer la crítica le daría frutos en su formación de escritor y que, por tanto, sus juicios no debían de obedecer a intereses comerciales de las editoriales, ominosos amiguismos literarios e incluso nacionalidades de los escritores.

En abril de 1836, en el Southern  Literary Messenger, Poe publicó un artículo cuyo fin era criticar dos libros: The Culprit Fay, and other Poems, de Joseph Rodman Drake, y Alnwick Castle, with other Poems, de Fitx-Greene Halleck, pero le sirvió, como buen ensayo literario, para divagar en torno al estado de la crítica norteamericana. Dice Poe:


Antes de entrar en el detalle de la nota sobre los libros que tenemos ante nosotros, desearíamos decir algunas palabras respecto del estado actual de la crítica estadounidense.

            Debe ser obvio a todos aquellos que tienen que ver con la literatura, que en los últimos años se ha producido una total revolución en la censura de nuestra prensa. Estamos seguros de que esta revolución empeora las cosas. Hubo una época, es verdad, en que nos sometíamos a la opinión extranjera; digamos, incluso, que adoptábamos una actitud de servil reverencia a los dichos de la crítica inglesa. Que un libro estadounidense pudiera, por una remota posibilidad, ser digno de lectura, era una idea que de ninguna manera se había extendido en este país; y si éramos por alguna razón impulsados a leer las obras de nuestros autores nativos, era sólo debido a las repetidas seguridades brindadas desde Inglaterra en el sentido de que esas obras no eran del todo despreciables. Pero de todas maneras, había una sombra de excusa y una ligera base de razón para un sometimiento tan grotesco. Incluso ahora, tal vez, no sería demasiado descabellado afirmar que esa base de razón todavía existe.

            Concedamos que en muchas de las ciencias abstractas, que incluso en teología, en medicina, en leyes, en oratoria, en artes mecánicas, no tenemos competidores de ninguna clase, sin embargo, sólo la más egregia vanidad nacional podría asignarnos un lugar en lo que hace a literatura culta en el mismo nivel que los más antiguos y maduros ambientes de Europa, cuyos hijos dan sus primeros pasos en los jardines de academias magníficamente provistas, y cuyas innumerables personas de fortuna, y la educación que viene con ello, beben cotidianamente de esas augustas fuentes de inspiración que brotan a su alrededor por todas partes desde las tumbas de sus inmortales muertos y de sus venerables y celebrados monumentos de caballería y canciones. Al reconocerles, como nación, una bien ganada supremacía rara vez cuestionada, salvo por el prejuicio o la ignorancia, no hacemos otra cosa, por supuesto, que actuar racionalmente. El exceso de nuestra sumisión era culpable pero, como ya lo hemos dicho, ese mismo exceso podría encontrar una sombra de excusa en el estricto cumplimiento, siempre y cuando esté bien regulado, del principio del cual emanaba. No ocurre lo mismo con la estupidez actual. Nos estamos poniendo ruidosos y arrogantes en cuanto al orgullo de una demasiado rápidamente asumida libertad literaria. Echamos por la borda, con la más presuntuosa y vacua altivez, todo respeto por las opiniones extranjeras; olvidamos, en esa pueril inflación de la vanidad, que el mundo es el verdadero escenario de la representación bíblica; gritamos y vociferamos a favor de la necesidad de alentar a los escritores nativos con méritos; imaginamos ciegamente que podemos lograr esto diciendo indiscriminadamente lo que es bueno, malo o indiferente, sin tomarnos el trabajo de considerar que lo que decidimos que es digno de aliento sea, por esta aplicación general, desalentado. En una palabra, lejos de sentir vergüenza por los muchos y lamentables fracasos literarios a los que nuestra excesiva vanidad y nuestro patriotismo mal entendido han dado lugar, y lejos de lamentar que esas puerilidades cotidianas sean de factura local, adherimos con pertinacia a nuestra idea original, ciegamente concebida, y así es como con frecuencia nos encontramos envueltos en la gran paradoja de gustar más de un libro estúpido sólo porque esa estupidez es estadounidense.
        

Con esta feroz y honesta crítica que le daría esplendor a las páginas de la Southern Literary Messenger —revista que Poe dirigió por alrededor de dos años—, las ventas se octuplicaron. Sobra decir que el escritor habría seguido a la cabeza de aquel magacín —lo que hubiera solucionado sus problemas económicos de una vez por todas—, pero sus costumbres irregulares (llegar tarde o de plano no llegar a la oficina y comenzar uno tras otro episodios de alcoholismo con los amigos de la juventud) le causaron problemas con el dueño, Mr. White, lo que provocó su salida de la publicación.

         Por aquel entonces, el afecto hacia su familia de Baltimore se acrecienta; en particular, hacia su tía María y la hija de ésta, Virginia, la niña-mujer de trece años a la que desposará en Richmond en mayo de 1836. No hay duda de que amaba a su prima y de que durante el tiempo en que estuvieron casados, ella le dio estabilidad para dedicarse a la escritura, estabilidad que no conoció antes ni después de ella.

         Poe no pensaba quedarse en Richmond. Él anhelaba consolidarse como escritor en una gran ciudad; en Filadelfia o en Nueva York, las dos ciudades de las grandes letras estadounidenses de la década de los treinta del siglo xix. Sin embargo, a duras penas instalado en Nueva York junto con su familia, y libre de la obligación de hacer reseñas y ensayos, se dedicó a escribir cuentos y logró que su “Narración de Arthur Gordon Pym” apareciera como volumen, pese a ser un fracaso mercantil. Así descubrió que Nueva York no le traería beneficios ni como escritor ni en lo económico, por lo que intentó desarrollarse en Filadelfia, esta vez con mejor suerte. Durante seis años permaneció en aquella región publicando sus cuentos y críticas en revistas y anuarios; en 1938 verá la luz su cuento favorito, “Ligeia”, y al año siguiente uno de mayor calidad, “La caída de la casa Usher”, en donde se hallan muchos elementos autobiográficos. Además, comienza a trabajar como asesor literario en el Burton’s Magazine con un sueldo bajísimo, pero que le dio seguridad económica y en donde podía expresar sus opiniones sin censura (sobre el mal sueldo que recibía Poe por sus colaboraciones, Rufus Griswold se mofa en las “Memorias del autor” [véase “Memoria de Poe/I”]).

         En diciembre de 1839, Poe publicó, con el nombre de Cuentos de lo grotesco y arabesco, una colección de los relatos aparecidos en las revistas durante esos años. No obstante, se sentía insatisfecho por el poco tiempo que le dedicaba a su poesía y por la falta de apoyo del Burton’s Magazine. En junio de 1840 se separa de este magacín y sufre un colapso nervioso. Para su fortuna, la revista se une con otra y así surge el Graham’s Magazine, cuyo nuevo dueño le pide que sea el director literario, lo que le proporciona mejores condiciones económicas, al menos durante el tiempo en que está a la cabeza de la publicación (febrero de 1841-abril de 1842).

         Esta es una buena etapa, tanto económica como de creación, para Poe. Es el inicio de su fase llamada “analítica”, en donde lo que ha plasmado en sus críticas y obras literarias se consolida de manera determinante. La creación literaria, dirá Poe, es un complejo proceso matemático [The Philosophy of Composition, 1845] y, por lo tanto, nada puede quedar fuera de la conciencia del escritor. Empero, esta buena racha se ve interrumpida por la intempestiva enfermedad de su esposa, quien a fines de enero de 1842, mientras su compañero se encontraba tomando el té con unos amigos en su casa, sufre un primer ataque de tuberculosis.

         Para un ser sensible como Poe, la enfermedad de su mujer fue una de las peores tragedias de su vida. Virginia apenas contaba con diecinueve años y parecía destinada al mismo fin de sus padres, de su hermano…  Sin poder encontrar una solución a este ineludible destino, comienza a beber nuevamente alcohol y a comportarse de manera semejante a cuando dirigió el Southern Literary Messenger, aunque por razones diferentes. Ante esto, el dueño del Graham’s Magazine se vio obligado a llamar a otro escritor para que llenara los huecos que estaba dejando Poe en la revista. Ese escritor era el reverendo Rufus Griswold…

2 comentarios:

  1. De la manga no salen escritores como tú. Surges de la disciplina y la constancia que demuestras en este blog. Felicidades y gracias, es sumamente enriquecedor y motiva al esfuerzo.

    Icela

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  2. Mil gracias, Icela querida.

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