jueves, 25 de abril de 2013

De la lectura/Parte 3


El sentido de un texto es sentido para una conciencia.
Octavi Fullat

Es posible que en la actualidad, con el uso de los avances tecnológicos por parte de las sociedades, a algunos nos parezca accesible y común la posibilidad de leer en cualquier momento y, precisamente por esta facilidad, miremos como algo extraño el que todavía haya regiones donde no se practique de modo habitual; es más, donde no se practique. En México todavía existen regiones donde ni siquiera se ha desarrollado la capacidad de leer y de escribir en sus habitantes. Esta incapacidad incide ciertamente en el tipo de sociedad que se conforma. No es lo mismo un pueblo lector que un pueblo no-lector. Así lo supieron los griegos cuando, popularizada ya la escuela hacia los siglos V al III a. C., a la entrada de cada ciudad levantaban estelas con inscripciones semejantes a ésta de Eleusis, fechada a mediados del siglo IV a. C.: el estratega tiene la obligación de “atender a la educación de los muchachos de la comunidad”.

         El mismo aprecio por la función educadora de la lectura se observa en José Vasconcelos (1882-1959), quien realizó la reforma educativa más importante que ha tenido, a la fecha, nuestro país. Antes de su llegada a la Secretaría de Educación Pública que él mismo fundó, cuando se encontraba dirigiendo la Universidad Nacional de México (que en ese momento era el puesto en materia educativa más importante del país porque el artículo 73 de la Constitución de 1917 había suprimido el Ministerio de Instrucción Pública) emprendió una cruzada nacional en favor de la educación[1]. Desde la Universidad realizó, entre otras, dos magnas acciones: hizo un llamado a todas aquellas personas que supieran leer y escribir y que, al menos, contaran con tercer grado de primaria, para que fueran maestros voluntarios y, sin pago, enseñaran a los niños de sus comunidades a leer y a escribir y, al mismo tiempo, comenzó a publicar libros clásicos (La Ilíada, La Odisea, las Tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, los Diálogos de Platón, una antología de literatura hindú, el Fausto de Goethe, etc.) con la intención de dar al pueblo “elementos culturales que lo ayudaran en su proceso de asimilación de la cultura universal”[2]. Junto con los libros clásicos se editaron y obsequiaron dos millones de libros de lectura para primaria y cientos de miles de textos de geografía e historia.

         En las lecturas clásicas para niños colaboraron, en el primer tomo, Gabriela Mistral, Salvador Novo y José Gorostiza; en el segundo, Xavier Villaurrutia y Jaime Torres Bodet. De ninguna manera, la compilación de textos clásicos en estas antologías subestimó la inteligencia del niño o buscaba el placer como el principal motor que detonara el gusto por la lectura. Ambas funciones, la educativa y la placentera, estaban trabajando a la par en la recepción de los lectores. La misma idea de los griegos de hacer que sus niños leyeran a los autores clásicos (Homero, Hesíodo y demás poetas) porque en esas lecturas encontraban preceptos dignos de emular estaba operando en la concepción de Vasconcelos, sólo que Vasconcelos también esperaba que se desarrollara un nuevo sistema filosófico proveniente de Latinoamérica.

De cierto, la capacidad reflexiva y cognitiva de los nuevos lectores creció y la manera de entender la educación en México (y posiblemente en Iberoamérica) después de la era vasconcelista tuvo un afortunado cambio e incluso resuena aún hoy entre los murales de rectoría y de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, en el intento (inconcluso y, por desgracia, pendiente y rezagado por los intereses particulares de los funcionarios en turno del país) por llevar una escuela y una biblioteca al poblado más apartado, en la estimulación para la creación artística (ídem) y en la cantidad de traducciones que actualmente se hacen para que el desconocimiento de una lengua extranjera no sea impedimento para estar en diálogo con pensamiento clásico y contemporáneo. La lectura es, así, no sólo un entretenimiento humano, sino un acto que permite al ser humano acercarse de otras maneras a sí mismo y volver a configurarse y reconfigurar la civilización de la cual emanó.

 

Bibliografía:

Cassin E., Bottéro J., Vercoutter, J. Los imperios del Antiguo Oriente. México: Siglo XXI, 1986.

Gilgamesh. Versión de Stephen Mitchell. Madrid: Alianza, 2010.

Fullat, Octavi. Homo educandus. Antropología filosófica de la educación. México: Universidad Iberoamericana Puebla, 2011.

Manacorda, Mario Alighiero. Historia de la educación 1. De la antigüedad al 1500. México: Siglo XXI, 2011.

Torres, Pilar. José Vasconcelos. México: Planeta, 2006.



[1] Es evidente que el actual programa nacional “Cruzada contra el hambre” que el presidente Peña Nieto ha puesto en marcha es una idea con tintes vasconcelistas.
[2] Pilar Torres. José Vasconcelos. México: Planeta, 2006, pp. 47-48.

miércoles, 10 de abril de 2013

De la lectura/Parte 2


Se tiene un artista cuando uno es instruido.
Edda Bresciani

Es difícil para nosotros, “primitivos de una nueva era”[1], mirar a las sociedades antiguas en su complejo entramado social, cultural, económico, político y tradicional, porque intentamos encasillarlas a lo que nosotros creemos que vivieron. Nuestra mirada siempre será fragmentaria e incompleta. Sin embargo, es innegable que son sociedades menos primitivas de lo que pensamos, más cercanas a nosotros tal vez.

Antes de Grecia, en Egipto la literatura tenía fines prácticos claros: educar en Egipto, según los vestigios más antiguos que actualmente se tienen descifrados, significaba transmitir el arte de la palabra; enseñar una sabiduría ético-conductiva para un hijo (que puede tener una significación literal: padre-hijo; o simbólica: maestro-discípulo), para la formación de la vida política y el ejercicio del poder, en el caso de los nobles; o en la necesaria continuidad de la transmisión educativa de generación en generación, cuando se trata de otros oficios como el de escriba.

De esta manera, las fábulas egipcias están cargadas de enseñanzas morales con el fin de que el alumno se corrija tras repetir constantemente, como en otras culturas, los textos y reflexionar lo que le acontece en relación con lo aprendido. Así, uno de los escritos más antiguos que se han encontrado, la Enseñanza de Ptahhotep, es una moraleja novelada del visir del rey Isesi de la 4ª. Dinastía (ca. 2450 a.C.), que dice: Ptahhotep se siente viejo, tiene ciento diez años, y luego de describir con sarcasmo los males de la vejez (la vejez es una condición naturalmente dañina al hombre), se dirige al faraón para pedirle, según la etiqueta cortesana, que le ordene hablar para dejarle una enseñanza a su hijo. “Ah”, contesta al faraón para agradecer el favor concedido, “¡que pueda hacerse a semejanza tuya y se aleje de las preocupaciones del pueblo!”. Es claro el sentido dolorosamente irónico de la moraleja de Pathhotep, quien junto con Kaghemni y Hergedef son los iniciadores de la tradición literaria más antigua en Egipto que se ha descubierto. El aprendizaje nacido con sus textos llevará a la institucionalización de la escuela, donde se repetirán con el fin de memorizarlos y transmitirlos de padres a hijos (en el sentido comentado en el párrafo anterior).

Después de muchos siglos y varias dinastías el amor por los libros alcanza a las distintas esferas sociales, pues en su lectura, y más específicamente en el oficio de escriba, se veía la posibilidad de una movilidad social, casi inexistente en Egipto porque el oficio también se transmitía de padres a hijos. En este momento ya no es sabio aquel que tenga experiencia o inteligencia, sino aquel que conoce la tradición de los libros, lo que le ha permitido obtener cultura y poseer la sabiduría arcaica. Así, el aprecio por las bibliotecas o “casas de los escritos” va en aumento: “Proporcióname una barca que me transporte a mí, a mis hijos y mis libros”, fue la respuesta que el sabio Gedi le dio a Hergedef cuando éste lo invitó al palacio del faraón (en el papiro Westcar, reino medio: 11ª. y 12ª. Dinastía, 2040-1786 a. C.).

Mientras esto acontece en Egipto, en Mesopotamia la tradición literaria es tal vez más antigua. Se tiene noticia de composiciones literarias fechadas alrededor del 2400 a.C., como las fábulas, que son usadas en la enseñanza escolar y en las que aparecen zorros astutos, perros desgraciados o elefantes presuntuosos. La escuela más antigua que conocemos  es la que se encontró en el yacimiento de Mari, una de las ciudades más célebres en el año 3000 a. C. Hacia el segundo milenio antes de nuestra era la lengua sumeria cae en desuso y sólo se emplea como lengua culta, siendo el acadio la lengua de la vida cotidiana. Ambas lenguas, no obstante, serán usadas en las escuelas y en los textos literarios, como se observa en las tablillas bilingües desenterradas en Akkad. También hay referencias que indican la importancia de la literatura sumeria, y de la cual sobreviven cinco poemas sobre el mítico héroe Gilgamesh, fundador de la ciudad de Uruk, fechados hacia el 2100 a.C.: “Gilgamesh y Aga”, “Gilgamesh y Huwawa”, “Gilgamesh y el toro celeste”, “Gilgamesh y el infierno” y “La muerte de Gilgamesh”. Estos poemas independientes y redactados en forma repetitiva son los antecedentes de la epopeya acadia Gilgamesh, encontrada en las ruinas de la biblioteca del palacio del rey Arsubanipal (668-627 a.C.) en Nínive, escrita en once tablillas de arcilla con escritura cuneiforme y que es copia de la “Versión Paleobabilónica” que data del 1700 a.C. Gilgamesh es un relato sobre la amistad, la muerte del ser amado, la búsqueda de la inmortalidad y cuyo desenlace es trágicamente epifánico: el ser humano nunca podrá escapar de la muerte.

La enseñanza escolar de estos textos supone una idea formativa del hombre. Ciertamente hay un placer que se encuentra en la lectura y así lo demuestran las miles de tablillas y papiros encontrados en las bibliotecas fortuitamente descubiertas por los arqueólogos y de las que los antiguos hombres se sentían orgullosos. Pero la educación basada en los textos literarios que las antiguas civilizaciones transmitían de generación en generación es el fruto de reflexiones sobre el papel educativo de la literatura. Allí, en la literatura, se encuentran la Historia de un pueblo, su lengua, las dudas, los miedos, el dolor, la alegría, las contradicciones que han vivido en todos los seres humanos.



[1] Comentario de Federico Campbell en una entrevista transmitida en TV UNAM. Documental: Federico Campbell. Memoria olvidada. México, 2010.

viernes, 5 de abril de 2013

De la lectura/Parte 1


Que la lectura de las obras literarias no sirve para nada, que se lea solamente por el placer que proporciona y que éste sea un valor indiscutible e intrínseco de la literatura defendido apasionadamente por algunos lectores y escritores en los últimos años me ha llevado a reflexionar sobre lo discutible de dicha afirmación, porque si la lectura se consume solamente por placer (gratia sui, como menciona Umberto Eco en su ensayo “Las funciones de la literatura”, en Sobre la literatura publicado por Random House Mondadori) el ámbito de lo que consideramos literario tendría que reducirse.

Esta forma disminuida de mirar al arte literario me recuerda a la “filosofía televisiva” que tuvo Emilio Azcárraga Milmo (1939-1997). Tal idea la expresó claramente el empresario en la década de los ochenta, cuando varios periodistas lo criticaron por la falta de la calidad en los programas de televisión que su empresa transmitía (y transmite) y la carencia de fines educativos, formadores, hacia el pueblo mexicano: “La televisión está hecha para los jodidos, los que no pueden divertirse de otra manera, no para los ricos como yo que tenemos muchas posibilidades ni para los que lean revistas de crítica política, sino para los jodidos, que no leen y que aguardan a que llegue el entretenimiento”.

La literatura —el arte en general— intentó apartarse en el siglo XIX del sentido utilitario que le indicaba cómo y por qué existir. De la mano de Víctor Cousin y Théophile Gautier el arte intentaba proclamarse independiente de la moral, de la religión, de la política y existir por sí mismo, como otros tantos aspectos humanos: “la religión por la religión, la moral por la moral y el arte por el arte”. La reverberación que esta idea tuvo en el siglo XX es notable y fue el motor de varias vanguardias e, incluso, desde mi punto de vista está contenida en el espíritu declarativo moderno que afirma que la literatura no sirve para nada. Sólo que, a diferencia de la intención con que nace en el siglo XIX, en el XXI carece de contexto.

La lectura literaria tiene diversas funciones, además del placer, que el lector busca u observa según sus competencias o los niveles de lectura de un texto, y, aun, según las necesidades de las sociedades de cada época (a veces estas funciones son llevadas conscientemente por el autor, otras veces no): función crítica, cuando ataca determinados valores; función cohesionadora, cuando la sociedad está disgregada y ayuda a cohesionar y dar identidad; función retórica, cuando intenta persuadir al lector; función moralizante, cuando está impregnada de los valores con que el autor trata de influir al lector; función filosófica, cuando busca darle sentido a la vida del hombre, por mencionar algunas.

Leer viene del vocablo latino lego: recoger, escoger, recorrer, navegar, leer, recitar libros o poemas. Tal vez por esto el significado de leer esté aún impregnado de su antigua etimología. Dice Martín Alonso en la Enciclopedia del idioma que leer significa recorrer lo escrito o impreso haciéndose cargo de la significación de los caracteres empleados, pronúnciense o no las palabras representadas. Como si en el acto de leer fuéramos recogiendo las letras, navegáramos por palabras, escogiéramos sentidos que recoger de los textos.

La función educadora, que es la que me interesa abordar en este ensayo, se halla nítidamente expuesta en aquellas palabras de Platón: Homero es el educador de toda Grecia. La educación en Grecia, según lo expone Platón en Protágoras, consistía en hacer que los niños recitaran a los grandes poetas porque allí, en esas lecturas, encuentran excelentes preceptos y enseñanzas que serán aprendidas e imitadas por los niños, lo que hará que estos sean más cultos, agradables, tratables y armoniosos. Esta idea de la educación a través de la literatura, cuando Roma conquista Grecia, es enseñada por los esclavos griegos a los niños romanos y es tal el influjo que esta educación tuvo en Roma que se vuelve un parteaguas en su vida social, porque ya no depende exclusivamente de su familia y porque la cultura griega se vuelve algo vivo dentro del pensamiento romano. Incluso, algunos pensadores preocupados por el terreno que gana la lengua griega como lengua de uso común insisten en la importancia de volver a expresarse en latín.

Como vemos, la función educadora de la literatura en Grecia y en Roma tuvo un lugar importante, pero no han sido las únicas culturas en contemplarla de esta manera y tampoco fueron las primeras.