jueves, 31 de enero de 2013

Sobre literatura


Para Icela Lightbourn

En casa de mis padres el estudio de la literatura no era el “pan transfigurado” del que Kandinsky habla en Sobre lo espiritual en el arte; no era necesario ese pan si desde la íntima comprensión de mi madre teníamos ya una religión, y ésta debía llenarlo todo (y lo hizo, tanto que nos asfixió...). Tampoco en la escuela veían que la enseñanza de la literatura nos fuera a hacer artistas, académicos, escritores ni de chiste, o algo parecido. Tal vez por ello mis libros de texto no eran los extraordinarios libros que he descubierto con los años. No es que mis libros de la escuela fuesen malos, porque no lo eran, pero tenían ese dejo de embarrada de cultura con que quieren llenar algunos centros educativos sus programas de estudio.

Un libro que debí leer en la prepa ―y que no leí, por supuesto― es Teoría y técnica de la literatura de Francisco Montes de Oca, editado por Porrúa. En este pequeño diccionario dirigido a estudiantes se compendia el conocimiento literario que ha acompañado a las letras de Occidente. El libro incluye nociones de estética que, se entiende, han de ser pensadas en la creación de las obras literarias, las características ideales que debería tener el artista literario, las complejidades de las diferentes estructuras que puede contener una obra, figuras retóricas, corrientes literarias, diferencias entre el verso y la prosa, sus divisiones y características, los géneros literarios y cuestiones de oratoria que, me imagino, el maestro Francisco Montes de Oca incorporó en su libro pensando en la elaboración de discursos persuasivos, como es lo que en el fondo pretende la literatura con sus creaciones.

Como vemos, son amplias las ramas que se abordan en este libro, algunas de manera exhaustiva, otras de forma muy sintética; sin embargo, nos da el múltiple panorama de la literatura, los campos en los que se mueven los escritores y sus obras y cómo la literatura persiste y se alimenta de sí misma, de recursos antiguos y de su propia historia.

Alguien pensará, tal vez, que es un libro básico. Es verdad, y es precisamente esa su riqueza. Un libro básico que muchos de nosotros no tuvimos la oportunidad de leer en su momento y, así, avivar la secreta aspiración de ser escritores que venía arrastrándose con el lápiz en un viejo cuaderno.

 

 

 

jueves, 24 de enero de 2013

Una mirada a Los enamoramientos de Javier Marías

Hace algunos días mencioné que la novela Los enamoramientos de Javier Marías se consideraba, entre algunos críticos, una obra extraordinaria porque el narrador era una mujer; lo cual me parece exagerado porque Marías tiene escritos, si se quiere, mucho más espléndidos y cultivados que esta novela y porque la voz femenina no está del todo bien lograda. Además, hay que añadir que convencer al lector que se es un narrador diferente al creador es una de las metas que se persiguen al escribir un texto.

         Con un enorme aliento reflexivo, esta novela intenta transmitir diferentes miradas acerca del estado de enamoramiento que vivimos los seres humanos. Más como espejismo que como pasión arrebatada, el tema se desarrolla a través de las diferentes opiniones que realiza María Dolz, narradora y personaje principal de esta obra, sobre su propia condición enamorada y la forma de asumir el enamoramiento en otros personajes.

         Es difícil ver al personaje principal en los primeros capítulos. Marías, que no María, recorre sus propias meditaciones acerca de la distancia y cercanía que hay entre seres humanos que no se conocen; sobre la muerte del amante y el impacto que deja en los deudos; el necesario olvido con que nos defendemos ante esta circunstancia y cómo la aparición del amante muerto sería una desgracia y no, como se pensaría desde lejos, una alegría.

         Conforme pasan las páginas y aparecen otros personajes la voz de María se va asentando, aunque no del todo, y esto se comprueba cuando observamos que los personajes son contemplativos: Luisa Alday, Javier Díaz-Varela, quizá hasta el propio Desvern o Devern lo hubiera sido de haber estado vivo… El problema con esto no es que los personajes sean reflexivos, sino que el tono resulta semejante entre ellos. A ratos, durante la lectura de esta novela, no hay diferencia entre leer los extensos diálogos de Díaz-Varela, de Luisa o de la propia María.

         De ahí que las voces de sus personajes en muchas partes de esta novela sean poco creíbles, sobre todo por las constantes e innecesarias repeticiones por las que se decanta el autor. Sin embargo, en defensa de Marías debo decir que su lectura me hizo recordar otra obra que es un clásico en la literatura española: La voluntad de José Martínez Ruíz, Azorín. Ambas novelas poseen personajes que podrían llamarse “hombre-reflexión” (como Inman Fox cataloga a Antonio Azorín en el prólogo de La voluntad publicada por Castalia) por encima del “hombre-voluntad”, al que ni María Dolz ni Antonio Azorín alcanzarán en sus respectivas obras.

         Así que, como dice la narradora sobre uno de los personajes: “Tenía una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión, como se la he visto a no pocos escritores de los que pasan por la editorial, parece que no les bastara con llenar hojas y hojas con sus ocurrencias y sus historias absurdas (…)” Y aunque esta novela no me parece absurda, por su misma estructura y por el gusto por la digresión sí se necesita tenerle paciencia, principalmente en las cien primeras páginas.
 
 

jueves, 17 de enero de 2013

Una historia de la poesía mexicana a través de sus letras


Para Paco Calderón Córdova,
con mi agradecimiento.

Tengo en mis manos un ejemplar de la Antología general de la poesía mexicana. De la época prehispánica a nuestros días, que Juan Domingo Argüelles preparó para la editorial Océano, y que de manera generosa el día de ayer me hizo llegar Paco Calderón Córdova, destacado ambientalista, lector voraz y amigo entrañable.

Compuesta para que los lectores gocen de la poesía sin importar si son especialistas o no, como afirma en su lúcido prólogo Argüelles, esta obra está dividida en cuatro apartados y el pulso de esta selección dialoga con lo que ha sido la poesía mexicana en cuatro momentos históricos: época prehispánica (siglos XIV y XV), época colonial (siglos XVI y XVII), Independencia (siglos XVIII, XIX y el despertar del XX) y Modernidad y época contemporánea (el siglo XX y los albores del XXI).

En la primera parte observamos las hermosas traducciones que don Miguel León-Portilla y Ángel María Garibay hicieron de los poemas elaborados por ocho poetas prehispánicos: Tlaltecatzin, Tochihuitzin, Nezahualcóyotl, Axayácatl, Nezahualpilli, Cuacuauhtzin, Macuilxochitzin y Ayocuan Cuetzoaltzin. De todos ellos, dice Argüelles, el más importante es Nezahualcóyotl, y aunque parece perogrullada porque era prácticamente el único que leías en la escuela primaria, tal vez tenga razón porque “es el que formuló las preguntas poéticas fundamentales, dándoles también las respuestas más sabias en poesía y en filosofía”: 

¿A DÓNDE IREMOS?...

¿A dónde iremos
donde la muerte no existe?
Mas, ¿por esto viviré llorando?
Que tu corazón se enderece:
aquí nadie vivirá para siempre.
Aun los príncipes a morir vinieron,
hay incineramiento de gente.
Que tu corazón se enderece:
aquí nadie vivirá para siempre.

No obstante la enorme labor que implica dar a conocer a estos poetas, el lector siente al leerlos que la selección se queda corta, que si la literatura se nutre de la literatura contemporánea y de la que la precedió por qué comenzamos a leer a un poeta de mediados del siglo XIV… Inmediatamente surge una pregunta: ¿qué pasaba con la poesía prehispánica antes de este siglo?

El segundo apartado, la época colonial, incluye, a decir de Juan Domingo Argüelles, al primer poeta mexicano realmente universal: Sor Juana Inés de la Cruz. A Sor Juana es a la única que le dedica, prácticamente, todos los comentarios cuando se refiere a este período en su prólogo a través de las observaciones que en su momento hicieron de ella Antonio Castro Leal, Alfonso Méndez Plancarte y Octavio Paz. Su obra cobra mayores dimensiones si la comparamos con la de sus contemporáneos, reunidos también en esta antología: Gutierre de Cetina, Luis de Sandoval y Zapata, Carlos de Sigüenza y Góngora, Francisco de Terrazas, Hernán González de Eslava, Bernardo de Balbuena, Juan Ruiz de Alarcón y Fray Miguel de Guevara, frutos prodigiosos de las letras de la Colonia. Pero miremos si, acaso, es certero lo que afirma el autor con el siguiente poema de Sor Juana:
 
QUÉJASE DE LA SUERTE: INSINÚA SU AVERSIÓN A LOS VICIOS, Y JUSTIFICA SU DIVERTIMIENTO A LAS MUSAS

 En perseguirme, mundo, ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?
Yo no estimo tesoros ni riquezas;
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi pensamiento
que no mi pensamiento en las riquezas.
Y no estimo hermosura que, vencida,
es despojo civil de las edades,
ni riqueza me agrada fementida,
teniendo por mejor, en mis verdades,
consumir vanidades de la vida
que consumir la vida en vanidades.

 Manuel Martínez de Navarrete, Andrés Quintana Roo, José Joaquín Pesado, Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto, Antonio Plaza, Vicente Riva Palacio, Ignacio Manuel Altamirano, José Rosas Moreno, Juan de Dios Peza, Manuel Acuña, Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón, Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, José Juan Tablada, Efrén Rebolledo son algunos de los poetas que se incluyen en la tercera parte y que nos evocan tres tiempos en la poesía mexicana de este momento.

Por un lado, un declive en la calidad de la composición poética de la mano de los autores de finales del siglo XVIII y principios del XIX: Martínez de Navarrete, Sánchez de Tagle, Ochoa, Pesado, Montes de Oca, entre otros, que son, dice Argüelles, hasta cierto punto decepcionantes y solamente sorprendentes rara vez en pocas composiciones, sobre todo si se les compara con la época que los precedió.

Junto a los poetas anteriores hay otros que, sin alcanzar a Sor Juana, intentan romper con el academicismo poético y la medianía de su generación y preludian la época que vendrá: Andrés Quintana Roo, Francisco Ortega, Ignacio Manuel Altamirano, Riva Palacio, Ignacio Ramírez “el Nigromante”, Justo Sierra, Agustín F. Cuenca y Manuel José Othón.

Y, finalmente, de la mano de los románticos Manuel M. Flores y Manuel Acuña se abren paso los modernistas, con quienes la poesía mexicana cobra una nueva vitalidad y lo mexicano toma un nuevo rostro. Así, las plumas de Amado Nervo, José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Efrén Rebolledo, Manuel Gutiérrez Nájera son, a la vez, una muestra de la singularidad de la voz poética de su autor y una unidad del quehacer poético en México.

La última parte, tengo que decirlo, está incompleta. Los ejemplares poetas que componen este capítulo: Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Renato Leduc, Bernardo Ortiz de Montellano, Owen, Gorostiza, Torres Bodet, Efraín Huerta, Octavio Paz, Michelena, Pita Amor, Bonifaz Nuño, Castellanos, Eduardo Lizalde, Gutiérrez Vega, Thelma Nava, Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Aridjis, Aura, Cross, Montemayor, David Huerta, entre muchos otros de calidad indiscutible, no alcanzan a llenar los albores del siglo XXI como se suscribe en el título del apartado.

Pensar que el último autor antologado ―Efraín Bartolomé― haya nacido en 1950 y represente lo que a los instantes poéticos mexicanos ciñen en el año 2013 es inverosímil. Ciertamente, el autor nos aclara que intenta mostrar a aquellos poetas que ya son un referente en la poesía mexicana porque su obra ha sido sometida a la lectura del tiempo, pero, si mal no recuerdo, muchos de ellos eran ya un referente cuando yo era niña, y eso fue hace treinta años. ¿Acaso desde el nacimiento de Bartolomé la poesía mexicana no tiene poetas que merezcan ser incorporados en esta obra?

Como el mismo Argüelles argumenta ésta es una visión parcial de la poesía mexicana y tiene el gusto y el sabor del autor que antologa; un gusto, a mi parecer, cultivado, romántico, inteligente, apasionado y sensible hacia las letras mexicanas. Por ello, ojalá ésta no sea la edición final de este magnífico libro y se puedan incorporar las ausencias que se advierten, ausencias que, por otro lado, no deberían estar en una obra que tiene el aliento de ser, como se apunta en la contraportada, “canónica”, es decir, un libro que representa el canon ―tanto en su acepción de modelo como de catálogo― de lo que ha sido la poesía mexicana desde la época prehispánica hasta nuestros días.

 

  

jueves, 10 de enero de 2013

Sobre habitar los textos

Cuando compré, hace muchos años, Ellas habitaban un cuento de Guillermo Samperio no sabía de qué trataba el texto ni que el autor era un maestro del relato. Recuerdo que quedé fascinada con el título y años después de su lectura me tranquilizaba mirarlo en el librero antes de escribir, como si yo también habitara los cuentos que estaba a punto de narrar.
 
Tal vez el no saber de qué trataba el libro, que se debía en parte a mi desconocimiento acerca del autor y a que el editor prefirió detallar, en la contraportada, la importancia de la colección que estaba sacando (La Centena; Aldus-Conaculta) en vez de incorporar una breve reseña del texto, hizo que mi interés por él fuera en aumento. No obstante, como asegura el editor, en el caso de Samperio se trata de un escritor original, cuya obra merece ser mejor leída y conocida.
 
El libro recoge tres cuentos cuyo personaje principal es una mujer; quiero destacar que recientemente se ha mencionado en los medios que el libro Los enamoramientos de Javier Marías es un gran logro porque se trata de la narración en primera persona de su personaje femenino María Dolz. Sin embargo, en el caso de Marías la mujer tarda en encontrar su voz y a ratos se escucha y a ratos es el propio autor el que narra. Pero en el caso de Samperio, desde el inicio, los personajes femeninos están muy bien logrados, tan es así que en el segundo cuento a veces no recordamos que haya un narrador de por medio. “Ziska y los viajes”, “Aquí Georgina” y “Ella habitaba un cuento” son los tres cuentos que forman esta obra.

En el primero, el narrador tras leer un breve texto de Francis Bacon acerca de lo que deben tener en cuenta los viajeros durante su estancia en otro lugar rememora con nostalgia, sentido crítico y una ironía bien dosificada, su estadía en Eger, capital de la provincia de Heves, Hungría, donde conoció a la enfermera Ziska, una mujer de piel traslúcida y con un brío que nos hace recordar a los personajes femeninos de las novelas negras de mediados del siglo pasado. Debido a la indigestión que le causó haber cenado un guiso de carnes, la casera de la posada donde se alojaba lo envío al pequeño consultorio donde trabajaba esta joven, pero el médico nunca pudo atenderlo, porque mientras esperaba su turno la policía (al parecer secreta) detuvo al galeno. Tras varios intentos por sacarle una cita, Ziska finalmente accede a verse con él al caer la noche. De regreso a su posada y por boca de su casera el narrador se entera de que al médico lo detuvieron acusado “de bigamia, pornografía, perversión, faltas a la moral y no sé qué mierdas más”. Había grabado un ménage a trois donde participaban él, la enfermera y la madre de uno de sus pequeños pacientes y se lo había mostrado a uno de sus amigos, quien lo envío a la policía secreta para quedarse con el puesto de alcalde, que también poseía el médico. En su encuentro con Ziska descubrimos junto con el narrador cómo este pequeño pueblo, con sus particulares usos y costumbres y, por lo mismo, “sombrío, hipócrita, campesino, feroz”, se parece a cualquier pueblo dentro o fuera de nuestro país; es un pueblo blanco, como canta Joan Manuel Serrat, y los pueblos blancos están en todos lados, son lugares donde se vive en la taberna, las comadres murmuran su historia en el umbral y, sobre todo, nacer o morir es indiferente.
 
“Aquí Georgina” es un cuento erótico, no sólo por una escena al final del texto, sino por el placer con que Samperio desenvuelve las frases y porque hay una enorme necesidad de vida en el personaje, a pesar de que observamos una casa desordenada y un mundo que a ella le parece revoltoso y a veces incomprensible, pero a través del cual sus sensaciones y miradas cambian con la impresión que le dejan los objetos. La imaginación se despierta inconteniblemente mientras ella mira a su alrededor e intenta, antes de ponerse a trabajar en el resumen de El estado y la revolución, arreglar un poco el vacío emocional que le causa el desorden del departamento. La Carla y Bernardo, su hija y su esposo, habían ido al circo para que ella pudiera estar en silencio y concentrarse, pero cómo concentrarse cuando la habitación no le devuelve el apego afectivo que necesita todo ser humano para efectuar una labor. En esas contradicciones se mueve Georgina, en esas cosas que le suceden a uno y que no son unívocas, sino múltiples, defectuosas y donde el rol que se juega es en ocasiones activo o pasivo. “¿Esas son las babosadas que estuviste pensando?”, le pregunta Bernardo al rato cuando llega, “Sí, entre otras cosas, contesta Georgina. Cómo le alcanza el tiempo a una para pensar tantas cosas en unos cuantos minutos, ¿verdad? A veces pienso que se vive más rápido con la mente que con la vida”. Ese es el tono con el que está escrito este magnífico cuento.
 
“Ella habitaba un cuento” es el relato que dialoga claramente con los otros dos textos. El escritor Guillermo Segovia regresa a su casa ubicada en Coyoacán luego de haber dado una charla a los alumnos de Estética de la Escuela de Bachilleres de Iztapalapa, invitado por el profesor y poeta Israel Castellanos. Iba contento, rememorando lo que expuso en la conferencia, sobre todo un pasaje donde había hecho una comparación entre la labor del arquitecto y la del escritor. “El arquitecto, dice el personaje, que habita una casa que proyectó y edificó es uno de los pocos hombres que tienen la posibilidad de habitar su fantasía. Por su lado, el escritor es artífice de la palabra, diseña historias y frases, para que el lector habite el texto”. “Habitar el texto”, pensaba Guillermo, le parecía una idea maravillosa. Pronto la frase se convirtió en “Ella habitaba el texto” y mientras manejaba iba añadiendo particularidades a la mujer del relato que estaba creando (sería una mujer parecida a Frida Kahlo, pero de nombre Ofelia, como la actriz mexicana que se le parece). Pronto halló que “Ella habitaba el texto” empezaba a ser una frase literaria, sonaba bien, pero todavía había que hacer un cambio para que el título funcionara, así encontró que “Ella habitaba un cuento” sería el título del cuento que escribiría en cuanto se sentara en el escritorio. Y empezó a escribir. En su cuento Ofelia se siente observada constantemente, un ojo la penetra de tal manera que llega el momento en que se encuentra dentro del ojo y al darse cuenta de lo que está viviendo empieza a escribir, a su vez, un cuento donde el personaje principal es Guillermo Segovia, el escritor, quien vive, asimismo, a otro Guillermo Segovia, el que se encuentra en Guillermo Samperio, cada uno dentro del otro.
 
Lo que el maestro Samperio había esbozado en “Ziska y los viajes” y “Aquí Georgina”, la función metaliteraria del texto (porque vemos al narrador del primer relato asegurando que, como Bacon recomendaba, tardó en escribir su historia hasta que la experiencia del viaje madurara, saliera y se impusiera con el impulso del viejo vino espumoso y, por su parte, vemos a detalle el proceso creativo de Georgina mientras intenta escribir su ensayo), está espléndidamente expuesto en “Ella habitaba un cuento”. La manera de escribir cuentos, ensayos o crónicas de viaje a la que se refiere, respectivamente, cada uno de los relatos y su aliento reflexivo instala a este libro en la narrativa actual; sin embargo, es un libro que, por la calidad literaria con la que está escrito, no pasará de moda. Hasta aquí, unas breves líneas sobre un texto al que se le puede estudiar con más detalle.
 

 

jueves, 3 de enero de 2013

Una antología de la versificación irregular o "el ritmo es el corazón del poema"

Es curioso cómo la vida se teje en la proximidad de nombres, asuntos, relaciones, incluso más allá del deseo de uno mismo. Acabo de regresar de Guanajuato y en la librería del Museo Iconográfico del Quijote encontré un pequeño libro editado por el Fondo de Cultura Económica de don Pedro Henríquez Ureña, Antología de la versificación rítmica. La compilación hecha por don Pedro es un preámbulo a una obra mayor que publicará un año después: La versificación irregular de la poesía castellana.

Este libro es, para mí, un descubrimiento importante porque revela que aquello que se empleaba como novedad a finales del siglo XIX y principios del XX, el verso libre de métrica, era ya usado desde el siglo XIV en lengua castellana (antes, a decir del mismo Henríquez Ureña con el Cantar del Mío Cid, sólo que éste sin patrón rítmico). “El ritmo es el corazón del poema”, me parece escuchar a Jorge Luján en sus clases y dialogar con el sentido de esta antología.  
 
Dividido en seis apartados, este libro recoge lo que a la versificación irregular rítmica ha distinguido en sus etapas históricas. Así, el primer grupo de poemas se forma a partir de cantares y seguidillas populares muy famosas entre los siglos XV y XVI. El segundo es una mezcla de cantos de origen popular que tuvieron influencia entre autores como Cristóbal de Castillejo o Cervantes. El tercero son tres poemas populares característicos del siglo XVII con aire bucólico. El cuarto grupo se despega de los anteriores al ser el de los poetas cultos que emplearon este tipo de versificación: Lope de Vega, Fray José de Valdivieso, Góngora, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Sor Juana Inés de la Cruz, entre otros. El quinto grupo lo forman cantares regionalistas: de Andalucía, Galicia, Salamanca, Burgos… Y el último está dedicado a los poetas que, desde Rubén Darío, fueron contemporáneos del maestro Henríquez Ureña y cuya versificación es todavía más distante de la precedente: Enrique Díez-Canedo, Alfonso Reyes, Ramón del Valle Inclán, Enrique González Martínez, José Santos Chocano, Juan Ramón Jiménez, Manuel Machado y más autores que así como juegan con versos de más de veinte sílabas combinados con hexasílabos crean nuevas versiones del soneto o incorporan una seguidilla como parte de un poema mayor.

La versificación libre de métrica, pero con patrones rítmicos (incluso a veces sin ellos), ha sido muy usada desde esta última etapa expuesta por el autor; es difícil pensar en poetas modernos que no la empleen o que no se los critique por tener anhelos tradicionales en su poesía. Se nos olvida, así, que la historia de la literatura se conforma también con la actualización de viejos recursos y que no se puede ser moderno sin haber experimentado el rigor de lo clásico. Este paso formativo de los artistas es más nítido en los pintores. El proceso formativo y creativo de Picasso, por ejemplo, alude a esto que menciono; pero no es el único. Acabo de descubrir, también en mi visita a Guanajuato, en el Museo creado por doña Lupe Rivera Marín en honor a su padre, a un Diego Rivera que pasó por varias etapas, desde el manejo de la técnica clásica y la cubista hasta encontrar en trazos propios la forma del sentido de su pintura.

La explosión de formas que ha encontrado el verso libre en nuestros días es heredero de esto que nos enseña don Pedro Henríquez Ureña, personaje que por cierto presentó en su casa de Buenos Aires al joven Borges con Alfonso Reyes, quienes desde entonces entablaron una respetuosa amistad basada en su amor por las letras y por el conocimiento. Amistad que, sin saberlo y tal vez desearlo, internet propicia y muchos de nosotros buscamos, porque es difícil que un escritor aislado alimente su escritura exclusivamente con la soledad y el silencio. En ese sentido, es curioso cómo la vida se teje en la proximidad de nombres, asuntos, relaciones, incluso más allá del deseo de uno mismo.