martes, 16 de diciembre de 2014

Lo bello y lo feo en la escritura


Desde tiempos muy antiguos hasta el siglo XVIII la búsqueda artística en la literatura estuvo asociada a la búsqueda de la belleza, tanto en sus formas como en los temas que trataban las obras literarias. Tal vez por esto, la permanencia del héroe por tanto tiempo en la literatura tiene como precedente el interés griego por lo bello, pues el héroe busca la virtud y eso, en términos griegos, es bello.

            No obstante, el héroe clásico no es un ser virtuoso ni contenido en sus pulsiones, sino más bien lo contrario. Busca la virtud porque carece de ella y comete errores que comúnmente desembocan en la muerte, en la suya o en la de las personas que ama.

            Vemos al héroe mesopotámico Gilgamesh yendo al inframundo en busca de una cura contra la muerte y cuando, después de un largo peregrinaje, encuentra una planta que le dará juventud eterna, la pierde...; o qué decir de Tristán e Isolda, la leyenda del Rey Arturo o el mismo Aquiles cuyos héroes caminan por un destino malhadado en el que al final encontrarán la muerte. De alguna forma, la historia del héroe es la historia trágica de la vida y muerte del hombre.

            Así planteadas, estas obras literarias conmueven -perturban, inquietan- al lector de tal manera que por momentos parece -pareció- que el devenir natural de la escritura era la búsqueda de lo bello, en este caso por el tema.
            Pero el héroe no es la única característica de estas obras, sino la manera en que están escritas. La búsqueda de un estilo y de una perfección en la escritura es muy antigua. Se cree, por ejemplo, falsamente que los innovadores de la ciencia ficción son los escritores del siglo XX; sin embargo, qué hacemos con los relatos de Luciano de Samósata (s. II d.C.), primeros relatos conocidos donde el hombre viaja a la luna, o con los relatos de Cyrano de Bergerac (s. XVII d.C.), cuya imaginación desemboca en El otro mundo...

            Ni en la ciencia ni en la literatura actualmente podemos hablar de absolutos; de ahí que lo expresado en estas líneas indique sólo lo que ha predominado de manera general en el arte literario. La ciencia ficción tiene su auge en el siglo XX, pero ya dejamos claro que desde el siglo II d.C. se tiene registro de su presencia literaria.

            De igual manera la historia del héroe ha sido lo predominante en el ámbito literario hasta el siglo XVIII, pero no porque fuera lo único que se escribía. Desde los egipcios se tiene constancia de relatos eróticos, por ejemplo, que nada tienen que ver con el héroe, sino con el acercamiento a otro aspecto de la vida del hombre. Así, La Fontaine a la par de sus fábulas morales tiene sus fábulas libertinas...

            No obstante, el predominio de la belleza en el arte cambia a partir del romanticismo. No sólo porque escribir a través del héroe no será el ideal de la escritura, sino porque el escritor intentará transmitirse a sí mismo en ella. La escritura a partir del siglo XIX es muy subjetiva.

            Retomada por Victor Cousin, La balada de los colgados de François Villon, un poeta-ladrón del s. XV, es lo que nutrirá la idea del arte tanto del romanticismo como del parnasianismo, del simbolismo e incluso del modernismo.

            Surgen, así, obras como Frankenstein de Mary Shelley, Drácula de Bram Stoker, los relatos y las poesías de Edgar Allan Poe, Las flores del mal de Baudelaire o Los cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont.

            En todas estas obras hay un interés especial por la forma en que están compuestas las obras. En Drácula, Bram Stoker indica en el epígrafe que abre la obra: “Cómo han sido ordenados estos papeles, es algo que quedará aclarado al leerlos. Se ha eliminado todo lo superfluo, a fin de presentar esta historia –casi en desacuerdo con las posibilidades de las creencias de nuestros días- como simple verdad. No hay aquí referencia alguna a cosas pasadas en las que la memoria se pueda equivocar, dado que todas las anotaciones recogidas son rigurosamente contemporáneas de los hechos, y reflejan el punto de vista de quienes consignaron, tal como ellos los conocieron”.

            Abrir con un epígrafe así es tener claro hacia dónde vas a llevar al lector, hacia dónde quieres que se dirija y cuyo principio rector sea, desde el inicio, la ilusión de verdad. Por lo mismo, las estrategias que emplea son cartas, diarios, entrevistas... Nada que afecte el principio de verosimilitud de su obra.

            Está claro que, en el siglo XIX, los escritores se dieron permiso de emplear otras técnicas en sus obras literarias, pero no sólo eso, sino abrir el campo de percepción de lo que se consideraba bello. Lo bello como tal se hace a un lado ante Frankstenstein, que es una nueva manera de ver el arte.

            Los escritores ya no desean escribir solamente novelas educativas o morales, sino todo lo que esté a su alcance para componer sus obras. En términos estéticos, lo feo se vuelve bello en la literatura, sobre todo por la manera en que está escrito -aunque el clímax de esta unión entre lo bello y lo feo lo encontramos en "El prefacio" a Cromwell, de Victor Hugo (otro escritor romántico)-. Les dejo algunos ejemplos, y añado para finalizar este texto que la fealdad y la belleza han caminado largas sendas desde el siglo XIX a la actualidad:

 
Hay quien escribe para buscar el aplauso humano, por medio de las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que se pueden poseer. ¡Yo, sin embargo, utilizo mi genialidad para pintar las delicias de la crueldad! (Lautréamont. Los cantos de Maldoror.)

 
En tanto el cuervo, taciturno, tétrico,
quedó sin otro acento articular,
cual si el que lo animaba negro espíritu
en un vocablo comprendiera ya.

[...]

“¡Oh Profeta!”, dije entonces, “¡ser maligno, oh profeta,
seas ave o demonio, emisario del infierno
o arrojado por rigor de tempestades a mi puerta;
desolado y aún altivo, a esta playa tan desierta,
a esta casa de fantasmas, en que todo Horror asedia
(Edgar Allan Poe. El cuervo)

-¡Mil veces maldito el día que me vio nacer! –grité con desesperación-. ¡Infame creador! ¿Por qué habéis dado vida a un ser monstruoso frente al que, incluso vos, apartáis la mirada de mí lleno de asco?
(Mary Shelley. Frankenstein)

¡Ah! Quieres saber por qué hoy te odio. Sin duda te será menos fácil entenderlo que a mí explicártelo;
(Charles Baudelaire. El spleen de París)


miércoles, 13 de agosto de 2014

Francisco L. Urquizo: La necesidad de la escritura, sí; pero no todo es arte literario

  
En ocasiones, al crear sus obras, los escritores intentan borrarse, desaparecer o parecer otros; que sus huellas no se noten, que su paso por la página en blanco sea como el del extranjero, al que todos los lugares pertenecen, pero de los que de igual manera se aleja. En el caso de la escritura de Francisco L. Urquizo (1891-1969) no es así. Las pesadas pisadas autobiográficas recorren sus textos de tal manera que Antonio Castro Leal afirma en el prólogo a Tropa vieja que “es difícil discernir si la obra cae dentro de la literatura narrativa o de la crónica histórica”[1].

            En Fui soldado de levita de esos de caballería (1967) se percibe de manera clara esta ambigüedad. Desiderio González, el narrador, es un militar veterano, viejo y pobre, según él mismo nos cuenta, que se impone el derecho y la obligación de dar a conocer cuanto supo de la Revolución Mexicana.

Las anécdotas sobre la vida cotidiana del batallón abundan. Vemos la manera en que ejecutaban prisioneros, lo que comían, cómo llegaban a las poblaciones y tomaban “en préstamo” algunas cosas, las zonas de burdeles, las disputas entre los caudillos, el devenir de algunos miembros del ejército, su relación con las mujeres, las duras condiciones en que atravesaban los caminos para avanzar a la siguiente población:


 La Sierra era dura; ya la conocíamos, pero aquí tenía un cañón angosto y retorcido por donde íbamos pasando muchas veces de uno en fondo.
      De allí me di cuenta de lo pesado que es ser de infantería. Caminando entre piedras movedizas, las más de las veces resbalando y cargando sobre la espalda municiones. Y luego las avanzadas durante las noches, trepando por aquellas montañas hasta lo más alto, para vigilar, y por si fuera poco, el frío, que todavía duraba a pesar de que ya estábamos en marzo.[2]


             No obstante, la lectura de la obra no puede estar desligada de la vida del autor. El personaje narra en primera persona lo que vivió mientras era parte de la escolta de don Venustiano Carranza cuando éste luchaba contra el ejército del usurpador Victoriano Huerta. Por su parte, Urquizo, al momento de escribir este relato es un militar retirado, con una amplia obra sobre la revolución mexicana, que intenta recrear lo que él mismo vivió mientras era jefe de las fuerzas armadas de México, es decir, mientras era el principal responsable de la seguridad de don Venustiano Carranza hasta el momento de su asesinato.

            Víctor Díaz Arciniega, de la Universidad Autónoma Metropolitana, señala que es notorio que dada su condición de responsable de la seguridad de Carranza, al crear este tipo de relatos, Urquizo se cure en salud:


Es importante subrayar que en esos libros sobre Carranza destaca la voluntad por precisar el desenlace de Tlaxcalantongo. Este detalle resulta preponderante porque desde un año antes a aquel mayo de 1920, Urquizo desempeñaba, de facto, el cargo de titular de las fuerzas armadas mexicanas. Como tal, fue uno de los principales responsables de la seguridad del Primer Jefe cuando éste, ante la violencia y traición generalizadas, decidió trasladar su gobierno al Puerto de Veracruz. Urquizo, al dar su versión, intenta exculparse ante la historia.[3]


            Así que la necesidad de contar lo que vio, vivió o escuchó mientras estaba en campaña es el imperativo de la obra, según lo explica el narrador[4]. Pero Urquizo simplifica este ideal confundiéndolo con la verdad de los hechos. No puede contarnos la verdad, y tampoco puede contarnos su verdad porque no ha escrito unas memorias. En el momento de novelar la información está haciendo ficción, ¿por qué tenemos entonces que creer como verdadero algo cuya base está en las mentiras?

Desiderio tiene mucha empatía con Urquizo, pero no es Urquizo. De entrada, el rango militar alcanzado por el personaje es bajo si pensamos que el autor llegó a ser Subsecretario de la Defensa Nacional, mientras que Desiderio fue soldado de caballería…

Por otro lado, la intención estética de Urquizo se percibe en el texto. La manera en que entreteje la narración con la descripción, los diálogos, algunos poemas, la apelación al lector y aquel guiño metaliterario cuando refiere la razón por la cual le puso a su obra un título tan particular es rescatable.

Sin embargo, los desaciertos en la construcción del texto también se notan. Tiene grandes problemas con el narrador, cuya voz está ausente la mayor parte del relato. Cuando quiere narrar lo que él siente que en verdad sucedió deja fuera al narrador para hablar desde sí mismo, como si fuese una crónica y no la construcción de una novela a través del personaje Desiderio.

En ocasiones, abusa de una mirada romántica de los hechos. Tal parece que es un relato sobre unos buenos muchachos que salen a divertirse armando un ejército al que van a despedir los niños de una escuela cantando el himno nacional[5].

            No hay duda de que Urquizo necesitaba contar estas historias, no hay duda de que la Revolución Mexicana fue una etapa importante dentro de la historia nacional y no hay duda de que mucho de lo que Urquizo narra es desconocido y tiene un valor intrínseco; pero el relato es un complejo sistema de relaciones, de jerarquías, de voces, de imaginación, al que sólo le importa tu necesidad de escribir como punto de partida.


Bibliografía   
Castro Leal, Antonio. La novela de la revolución mexicana. México: Aguilar, 1971.
Urquizo, Francisco L. Fui soldado de levita de esos de caballería. México: FCE-SEP, 1984.
Díaz Arciniega, Víctor. “Francisco L. Urquizo, constructor de una memoria”, en Literatura mexicana, Vol. 6, No. 1, México: UNAM, 1995.





[1] Antonio Castro Leal. La novela de la revolución mexicana. México: Aguilar, 1971, p. 367.
[2] Francisco L. Urquizo. Fui soldado de levita de esos de caballería. México: FCE-SEP, 1984, p. 77.
[3] Víctor Díaz Arciniega. “Francisco L. Urquizo, constructor de una memoria”, en Literatura mexicana, Vol. 6, No. 1, México: UNAM, 1995, p. 112.
[4] Cfr. Op. cit, p. 157.
[5] Ibídem, p. 66.


jueves, 24 de julio de 2014

Algunos consejos para escribir microcuentos:


1. Un microcuento, como su nombre lo dice, es un cuento en pequeño, por tanto, como el cuento, éste debe tener inicio, desarrollo y desenlace, con su clímax (microclímax) incluido.
2. Un microcuento no es una ocurrencia ni una historia sin más. Su argumento debe estar bien pensado con respecto del conflicto que desea plantear el escritor con el afán de que éste se resuelva en el desenlace y tenga su certero efecto en el lector.
3. Como el cuento, el microcuento debe ser breve (súperbreve), no más de una página, ni debe tener muchos personajes, más de tres personajes en un microcuento son demasiados.
4. Debe plantear un conflicto, tener tensión e intensidad, como los cuentos. Nada deber ser colocado de manera innecesaria.
5. Es preferible que se desarrolle una sola escena y que el tiempo del relato sea uno de principio a fin debido al poco espacio y a la posible pérdida de tensión que pudiera tener el microcuento.
6. En ocasiones funciona más la acción en los microcuentos que la descripción, a menos que el manejo del conflicto y el uso del lenguaje sean extraordinarios.
7. Ten en cuenta que, por el reducido espacio que hay para contar, todo lo que uno escribe en un microcuento tiene una función precisa, incluido el título, que en el microcuento adquiere enorme relevancia.
8. Piensa en dos o tres posibles desenlaces para tu microcuento, eso te ayudará a verlo en perspectiva y a plantearte diversos enfoques del mismo.
9. No expliques ni intentes convencer al lector de la verosimilitud de tu microcuento. Cuando alguien te lee hace en principio un pacto contigo (el lector espera creer lo que vas a contarle), depende de tu forma de narrar que el lector respete ese pacto.
10. Aprende a sintetizar. Cuando hayas asimilado esta parte del arte literario tus cuentos crecerán en tamaño y en calidad.
11. Huye de los lugares comunes, en los microcuentos y en todo lo que escribas.
12. Disfruta lo que escribes. Si bien el ejercicio de la escritura tiene una enorme carga de estudio y disciplina ésta tiene su recompensa por el placer que el escritor siente al escribir y que proyecta en lo que escribe.



sábado, 3 de mayo de 2014

Literatura y fútbol



No creo haber perdido nada con este irrevocable ingreso que hoy hago públicamente a la santa hermandad de los hinchas. Lo único que deseo, ahora, es convertir a alguien.
Gabriel García Márquez


Durante el tiempo en que me desempeñé como correctora de estilo en el malhadado periódico El independiente tuve un amigo de nombre Mauricio —cuyo apellido no recuerdo— que todas las tardes iba a mi lugar de trabajo para platicar de literatura. Mauricio era el editor en jefe de la sección deportiva y lo afectaban dos cosas relacionadas con su labor periodística: 1) Que los periodistas no leen (no sé si esto ha cambiado), y por lo tanto no se podía platicar con ellos porque no había temas en común, y, 2) Deseaba que la sección que dirigía se distinguiera de las demás secciones deportivas tanto por la calidad de la escritura como de los contenidos, sobre todo por la vinculación que siempre mostró de los deportes con las artes, particularmente con la literatura. Y lo consiguió. Al menos el tiempo que lo dejaron como editor en jefe, que habrán sido cuatro meses, pues su cabeza rodó por la grilla que el jefe de redacción le hizo con el director editorial. Después de Mauricio pusieron a un chico como editor, de nombre de fácil olvido, supongo que porque éste trató de dirigir su sección a imagen y semejanza de las secciones de los otros periódicos, y lo alcanzó de tal manera que se diferenció de su antecesor por la pobreza de léxico en las notas informativas, por la vacuidad en el contenido de los reportajes y, quién lo diría, por la nula mención de alguna otra cosa que no fuera deportiva, casi exclusivamente fútbol mexicano y quedando extirpados deportes como la fórmula 1 o el americano.

         Hasta aquí el lector habrá inferido que Mauricio no era ningún tonto, sino una persona bastante instruida, de fácil conversación y con una riqueza literaria que muchos periodistas dedicados exclusivamente a la cultura desearían poseer. Gracias a él leí cuentos escritos por boxeadores, por ejemplo, o textos de escritores apasionados por los deportes, uno de ellos Paul Auster con su famoso texto “¿Por qué escribo?”, que vincula el béisbol con el nacimiento de su escritura.

         En mi mente ha rondado Mauricio los últimos días, concretamente porque me he topado con algunos comentarios de personas que aparentemente están dedicadas a la escritura o a algo intelectual y rechazan con vehemencia e intolerancia el gusto por ciertos deportes, en especial por el fútbol, molde de masas, vulgaridades y bajos comportamientos, por lo que puede desprenderse de sus comentarios.

         Quiero pensar que estas personas ven al fútbol de esta manera porque sólo ven el fútbol de nuestro país, cuyos partidos se destacan por ser aburridos, lentos, jugados por “gorditos” que no pueden ir tras el balón porque quizá se hayan ido de antro la noche anterior y que, como lo han dicho, no quieren ser un ejemplo para los niños de este país. Debe tomarse en cuenta, sin embargo, que nuestra realidad no es la realidad del planeta. Hay lugares en los que el fútbol representó la defensa de su nacionalidad frente al autoritarismo del gobierno en turno; en otros, el fútbol es el único pan que pueden gozar de manera diaria, y hay aquellos países que sí ven el fútbol como un medio a través del cual los niños retomarán como ejemplos a los jugadores a los que admiran.

         Es curioso que quienes así piensan se les olvide que a escritores como Juan Villoro o Rafael Pérez Gay les gusta el fútbol e incluso han escrito sobre él, dejando de lado telarañas pseudointelectuales. En el mismo caso estuvieron Albert Camus, bien conocido por practicar incluso este deporte, o Pier Paolo Pasolini, quien alguna vez afirmó: “El goleador es el mejor poeta del año”, afirmación nada extraña en un ciudadano italiano.


         Ciertamente, son dos escritores quienes con sus palabras lapidaron al fútbol: Jorge Luis Borges y Rudyard Kipling y de ellos a la fecha ha habido muchos fanáticos que, sin saber por qué, le echan más tierra a un deporte que debería contemplarse como una actividad más de la vida humana, de la cual se puede o no sacar provecho, depende, claro, quién y cómo la practique, igual que la literatura.



jueves, 30 de enero de 2014

El crítico como artista y el artista como crítico

Uno de los libros con que abriré mi próximo curso, Taller de crítica, en el Centro de Cultura Casa Lamm es un texto poco conocido de Oscar Wilde: “El crítico como artista”, publicado en 1891 como parte de su colección de ensayos Intenciones, pero que apareció originalmente en la revista literaria The Nineteenth Century con el título La verdadera función y valor de la crítica. Dividido en dos partes: El crítico como artista (con algunas observaciones sobre la importancia de estar ocioso) y El crítico como artista (con algunas observaciones sobre la importancia de discutirlo todo), este ensayo está escrito a la manera de un diálogo platónico y comprende muchas de las ideas estéticas de Wilde a la vez que hace un lúcido análisis sobre el panorama literario de su época.

         Sentado en la biblioteca de su casa en Piccadilly, Gilberto toca el piano mientras Ernesto encuentra un libro de memorias en una mesa. El descubrimiento de este libro le permite a Ernesto cuestionar a su amigo sobre el interés que éste tiene acerca de un género de libros escrito por “gente que o bien ha perdido totalmente la memoria o bien nunca ha hecho algo que valga la pena: lo cual, con todo ―continúa Ernesto―, constituye sin duda la verdadera explicación de su popularidad, ya que el público inglés se siente siempre perfectamente a sus anchas cuando le habla una mediocridad”.

         Con esta sugerente afirmación ―hoy quizá vigente más allá de las fronteras inglesas, aunque bien pudiera matizarse con las afirmaciones de Xavier Rupert de Ventós, quien en su libro El arte ensimismado afirma: “la alienación no puede dejar de ser un elemento constitutivo en toda obra de arte” porque la alienación, nos dice este autor, no es mala, sino previa y necesaria, debe ser superada, pero no puede ser superada al negarla, sino que el ser humano ha de transitar por ella como si fuera un peldaño en la escalera del conocimiento estético, al que sólo se accede por medio de la educación―, Gilberto comienza una serie de meditaciones sobre la crítica en el arte que vale la pena considerar:

         Al crítico de arte, desde el siglo XIX, se le percibe como un ser poco creativo, envidioso, mezquino y en cuyas críticas destruye a quienes “en verdad” son artistas. La figura del crítico desde entonces se considera como la del artista frustrado que no tuvo el talento para ejercer ningún tipo de arte. Sin embargo, nos dice Wilde, se nos olvida que desde la antigüedad griega han existido estos críticos que han analizado el arte desde diversos roles. Platón y Aristóteles, por ejemplo, el primero en sus diálogos (Ion o de la poesía, Hipias o de lo bello, Cratilo o del lenguaje) y el otro en su Poética, nos dan a conocer sus pensamientos con relación al arte; los artistas que con sus mismas obras plasmaron sus reflexiones estéticas y su crítica al arte de su tiempo, y, sobre todo, la afirmación más contundente de Wilde: “los griegos eran una nación de críticos de arte”, porque a ellos les debemos, por encima de cualquier otra cosa, el espíritu crítico que ejercitaron en todo cuanto veían: la religión, la política, la ciencia, la metafísica, la educación, el arte, la literatura, la vida.  “Y te aseguro, querido Ernesto, que los griegos charlaban sobre los pintores tanto como lo hace la gente hoy, y tenían sus reuniones privadas y exposiciones baratas y corporaciones de artes y oficios y movimientos prerrafaelistas e impulsos hacia el realismo, y disertaban sobre el arte, y escribían ensayos sobre arte y sus arqueólogos y todo lo demás. ¡Si hasta los empresarios de las compañías teatrales en tournée llevaban consigo a sus críticos teatrales en los viajes y les pagaban suculentos sueldos por sus reseñas laudatorias!”. La importancia que el arte tuvo en el mundo griego no se construyó de manera artificial, sino, seguramente, fue una construcción reflexiva y discursiva, como asegura el escritor, tanto desde el público como desde los artistas.

         Las ideas estéticas que a partir de este punto desarrolla Wilde reflejan un principio fundamental para cualquier artista: “Sin la facultad crítina no existe en absoluto creación artística digna de ese nombre”. La separación, que por error, ignorancia o necedad, han realizado algunas personas entre la crítica y la creación sugiere que el arte no necesita de la crítica y la crítica no es arte. Pero con un análisis agudo Wilde muestra que esa crítica es fundamental dentro de la creación artística y que incluso la crítica es al mismo tiempo un arte, como veremos con algunas reflexiones que presento a continuación:

  •    Para realizar su obra el artista necesita elegir a partir de su instinto estético qué elementos incorporará para que, al realizarla, tenga un efecto en el espectador. “Pues bien: ese espíritu de opción, ese sutil tino de omisión, es en realidad la facultad crítica en uno de sus modos más característicos, y quien no posee esa facultad crítica nada puede crear en el arte”, porque incluso para decidir lo que conviene a una obra hay que saber qué se está haciendo y conocer, en el caso de la literatura, sobre teoría literaria, que, junto con el idioma, son los instrumentos del creador.
  •    A veces, cuando un gran poema o una novela o cuento dejan en nosotros profunda huella, llegamos a pensar que el escritor estaba en un momento tan alto de inspiración que esa emoción espiritual nos la transmite íntegramente, sin el uso de la razón creadora. Pero no es así. “Toda obra imaginativa, dice Wilde, tiene conciencia de sí misma y es intencional”. Es siempre resultado del esfuerzo consciente del creador, de su estudio, de la práctica que diariamente ejerce sobre su arte y, sobre todo, del ensayo y el error.
  •    Crear en la literatura no necesariamente es el reflejo de la vida del artista, sino su conocimiento de las formas y su transgresión de ellas. Gracias a la crítica que los artistas han hecho sobre el arte es que éste ha cambiado sus formas (ya no escribimos siguiendo los modelos arcaicos, o si los retoma es para sugerir nuevos modelos), porque “una época sin crítica es, o bien una época en que el arte es inmóvil, hierático y restringido a la imitación de tipos formales, o bien una época que carece de arte en absoluto”. Es la crítica precisamente la que ha dado los grandes movimientos artísticos desde el romanticismo: realismo, parnasianismo, simbolismo, impresionismo, expresionismo, cubismo, surrealismo, futurismo, ultraísmo y demás exquisitos o malhadados ismos.
  •    Bajo aquella concepción del arte separado de la crítica se llega a afirmar que es más fácil hablar de una cosa que hacerla, pero quienes aseguran esto, ¿acaso piensan en todas las aristas que tiene tal afirmación? Para hablar de una cosa en términos artísticos se necesita exponer no sólo el gusto del que habla, sino su conocimiento sobre el arte que está juzgando y para hacerlo usa diferentes estrategias del pensamiento crítico: evalúa, analiza, argumenta, juzga, ejemplifica, critica…, e incluso sueña, se sueña dentro de la obra que está contemplando porque, como dice Gaston Bachelard sobre sí mismo, es un soñador de palabras, él también se deleita cuando crea, se detiene en la forma, ve a través de los distintos ángulos del arte la obra que se le presenta, usa a la vez el lenguaje racional y emotivo que le produce la obra y nos comparte su experiencia estética, las impresiones que le ha causado una obra, proceso tan subjetivo como difícil de expresar.

Ante todo esto, Wilde contempla al crítico a contracorriente para su época y tal vez aún para la nuestra: “Para el crítico, señala Wilde, la obra de arte es simplemente una sugestión para una nueva obra propia, que no necesita presentar forzosamente alguna semejanza evidentemente con la cosa criticada”, sino que es a veces tan sólo el detonador para su propia obra artística, porque para él el crítico y el artista son uno mismo, ya sea que la obra le invite a escribir una reseña, un ensayo o incluso una novela, una obra de teatro o un poema. Con frecuencia olvidamos que muchos de los grandes escritores han sido críticos de arte, del arte y de su arte: Charles Baudelaire, Thomas de Quincey, André Breton, James Joyce, Victor Hugo, Alfonso Reyes, Miguel de Unamuno...; y que es ese espíritu crítico, ejercido de diversas maneras, el que los ha colocado en el pedestal en que se encuentran.






lunes, 27 de enero de 2014

Imaginación, memoria y muerte en "Morirás lejos" de José Emilio Pacheco

In memoriam


Extraño, misterioso, tal vez peligroso, tal vez redentor consuelo de escribir: salir de la fila de los asesinos, observar los hechos.
Franz Kafka. Diarios

Desde la década de los noventa hasta nuestros días hay una exagerada preocupación entre los jóvenes escritores por aportar novedosas formas a la literatura, ello, a veces, sin importar que el contenido de sus textos no esté a la altura de la forma que encontraron[1]. Sin embargo, a lo largo de la historia literaria, la imaginación del hombre ha buscado cauces diferentes, originales, para darle salida a esta necesidad vital de dejar plasmadas sus ideas, sus experiencias, su vida y sus preocupaciones. Es decir, la necesidad de contar historias ha desembocado no sólo en la necesidad del contenido, sino de la forma, desde siempre.

            Se nos olvida, por ejemplo, que el auge que tuvo la literatura de ciencia ficción durante el siglo xx estuvo precedido por varias obras de siglos anteriores, como los relatos de Cyrano de Bergerac (El otro mundo, siglo xvii) o del barón de Münchhasen (Las aventuras del barón de Münchhasen, siglo xviii), entre otras; pero sobre todo, que los relatos de ciencia ficción tienen su antecedente más claro en Los relatos fantásticos[2] de Luciano de Samósata, escritos en el siglo ii d.C., bajo el nombre de Relatos verídicos, y narran historias donde los personajes tienen viajes fabulosos, como el viaje a la luna, y que, como el título y el tema lo refieren, son relatos paródicos, contradictorios, caricaturescos, basados en tradiciones literarias anteriores[3]. En éstos, Luciano trabaja con la novedad de la forma al unir el diálogo con la comedia[4].

            En ese sentido, hay un breve libro, apenas de 150 páginas, un poco olvidado por la historia literaria mexicana: Morirás lejos, de José Emilio Pacheco, que es un enorme acercamiento a estas dos caras (forma y fondo) con las que ha crecido la literatura del mundo.

            La historia es evanescente. Nunca sabemos quién habla. Si hay uno o varios narradores. Dividido en cinco capítulos: Salónica, Diáspora, Grossaktion, Totenbuch, Götterdämmerung; un Desenlace y un Apéndice (u otros posibles descenlaces), a primera vista parece un libro que no tiene coherencia, o más bien, un libro que se pierde en diversidad de ideas.

            Pero esto es totalmente falso. Cada palabra y cada idea inscritas en Morirás lejos parecen acudir a una estructura interna extraordinariamente planeada por el autor. Morirás lejos es, entre otras cosas, el recuento de la persecución que, en algunos momentos históricos, ha sufrido el pueblo judío; pero es más que eso. Pacheco recurre a la memoria histórica y a digresiones interminables con el fin de dejar huella de lo que acontece cuando uno es perseguido por otro.

            Así, el libro se abre como un enigma. Quién persigue a eme, quién es Alguien, quién está sentado en la banca de un parque leyendo todos los días el aviso oportuno de El Universal, donde hay un pozo con forma de torre y un perpetuo olor a vinagre. Pero, sobre todo, quién es el perseguido y quién el perseguidor.

            A diferencia de otros textos que intentan entablar un diálogo con el lector poniendo varios finales para que éste escoja el que quiera o invente el suyo, en el caso de Morirás lejos, Pacheco entabla el diálogo con el lector desde el inicio de su obra. Podemos escoger el principio que queramos, ya que los enumera, podemos escoger el desenlace que nos acomode, puesto que hay varios, o la anécdota que queramos. El texto es tan libre y tan abierto a posibilidades como lo deseé el lector, o quizá, como se dé cuenta. Porque una obra tan compleja como ésta de Pacheco necesita también lectores competentes y abiertos.

            No por ello, sin embargo, la intención del autor se diluye. Al contrario. Recorre el texto como una marca de agua. Los judíos a lo largo de la historia han sido perseguidos, pero no han sido los únicos, recordemos la persecución del pueblo armenio por parte de los turcos o, con un dolor más íntimo para los mexicanos, la persecución de españoles por parte de españoles en su guerra civil, cuando los padres mandaron a México, Rusia y a otros países a sus hijos pensando que en cualquier momento los iban a matar por ser republicanos; como efectivamente sucedió y por lo cual aún se descubren fosas clandestinas con familias enteras: abuelos, padres, niños, bebés...

            De manera que, como el mismo Pacheco lo dice en su texto, Morirás lejos es un recordatorio, una advertencia, un intento porque el ciclo de destrucción del hombre por el hombre no vuelva a ocurrir. Pero si vuelve será ahora más comprensible, porque el acecho, la ruindad, la asfixia de vivir también son sensaciones que aquejan al corazón del hombre.

            Y todo esto es pensado, inventado o narrado por Alguien, un personaje sentado en una banca de un parque que lee el aviso oportuno de El Universal, y cuya presencia se encuentra en todo el texto, pues, extraordinariamente, el capítulo en donde aparece este personaje se incorpora a los otros capítulos y entabla un diálogo con ellos.

            Salónica se encuentra a lo largo de todos los capítulos, pese a ser éste un apartado. Además, cada capítulo está en unidad con un símbolo, y de ninguna manera son gratuitos: el símbolo de Salónica se refiere a la unión entre la A de alguien y la M de eme, personajes-símbolos a lo largo del texto de gran relevancia; representa la lucha entre los hombres. Diáspora, representado por el caduceo de Hermes, se refiere al nombre con el que se conoce, desde el siglo I d.C., al exilio de los judíos por parte de los romanos: la expulsión de Jerusalén. Las serpientes del caduceo representan dos fuerzas encontradas, pero que buscan equilibrio. Grokssaktion, la gran acción, unida al símbolo de la esvástica refiere la persecución que los nazis hicieron de los judíos. Es interesante que parte de la obra se construya con documentos oficiales, en este caso, con parte de los documentos de los juicios de Nüremberg. En el libro de los muertos, o Totenbuch, presenciamos asesinatos masivos de judíos. El símbolo que lo acompaña, la triple cruz, representa el sacrificio. Götterdämmerung, o el crepúsculo de los dioses, se encadena al apocalipsis, a la destrucción de la tierra como consecuencia de la muerte de los dioses. Entre los judíos, el candelabro, como el que va unido a este capítulo, simboliza la relación con los planetas, pero en alquimia este símbolo representa al vinagre, cuyo olor se asocia con el dominio sobre la materia.[5]

            A través de estos capítulos también podemos observar un claro inicio, un desarrollo, un clímax y un deselance de manera general dentro de la novela que usa diferentes estrategias o géneros discursivos. La poesía, el diálogo, el monólogo, aunque usados desde tiempo atrás, se actualizan en la obra de Pacheco porque están usados como no se había hecho. Uno de los personajes que establece diálogo con el autor es el lector. Pacheco recrea los diálogos que el posible lector está haciendo al juzgar su obra, la prosa cambia de lugar al dejar espacios luego de una coma o sin ella, como Mallarmè con su poesía, quien dejaba espacios en blanco para hacer una pausa mayor con la pretensión de que el lector llenara los huecos con letras y palabras. Es decir, es un dicho en lo no dicho. Tal vez Pacheco pensó en esta función al elaborar el texto.

            Es evidente que este complejísimo texto dialoga con la humanidad, representada por escritores, lectores, políticos, víctimas o victimarios. No importa qué papel estemos representando en el momento de la lectura de esta obra, lo importante es tomar conciencia que podemos ser cualquier cosa, y que de todas maneras vamos a morir y que lo más seguro es que moriremos lejos, lejos de nosotros mismos, en una tierra prestada, que por un instante nos ata y nos hace creer que, como ella, seremos eternos espectadores de la vida del hombre.


Bibliografía
Pacheco, José Emilio. Morirás lejos. México: SEP, 1967.
Internet



[1] Como si únicamente la forma novedosa le diera validez a su escritura.
[2] Cfr. Luciano de Samósata. Relatos fantásticos. Madrid: Óscar Mondadori, 1991.
[3] Hace dos mil años, Antonio Diógenes afirmaba en un extenso relato de más de veinticuatro libros, Maravillas increíbles de más allá de Tule, que él fue el primero en pisar la Luna. Cfr. Ibídem, p. VII-IX.
[4] Lo cual, según Luciano, era una innovación en su época (cfr. González Porto-Bompiani. Diccionario Bompiani de autores literarios. Barcelona: Planeta-de Agostini, 1998, pp. 1640-1641), aunque de pronto suene extraño si pensamos en la literatura griega y en Aristófanes, por ejemplo.
[5] Véase Elisena Ménez Sánchez. “Morirás lejos”: el futuro se conquista por la memoria del pasado perdido, en http://www.lasiega.org/index.php?title=%22Morir%C3%A1s_lejos%22:_el_futuro_se_conquista_por_la_memoria_del_pasado_perdido.

viernes, 17 de enero de 2014

Cuestiones de estructura



Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de  muchos y no se entierren en la sepultura del olvido; pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite; e a este propósito, dice Plinio, que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come otro se pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son.
Anónimo. La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades.


Mientras dormía el sultán, de Christel Guczka, es un intento por enlazar y desmitificar seis historias de mujeres de la literatura universal: Eva, Penélope, Medea, Dalila, Ana Karenina y Scherezada, a través de quince capítulos como si de una novela se tratara.

         A pesar del título, no es Scherezada la guía en la narración de estas historias, pues sólo aparece en el último capítulo intentando cerrar el ciclo de narraciones, como si ella hubiera contado todas las historias distribuidas a lo largo de los capítulos y no al sultán, como en Las mil y una noches, sino al pueblo que se congrega en la Plaza a la espera de que llegue una Scherezada ciega a contarles historias como parte de la celebración del Ramadán.

         Tal vez si el libro se hubiera estructurado de otra manera esta Scherezada hubiera gozado de mayor fuerza dentro de la obra, pero el desgaste del lector a través de las historias anteriores es inevitable. Así, llegamos al final del libro, al capítulo XV, tratando de creer que una Scherezada ciega al estilo del adivino Tiresias o, más bien, del ciego en La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades guiada por un “muchachito” llamado Mohamed va a sentarse en un cojín frente a la Meca para contarles, a los que la esperan, historias en donde “toca la esencia de tantas mujeres por las que hay que hablar…”

         Y estas “mujeres por las que hay que hablar”, mujeres, la mayoría, fuertes y astutas en sus historias originales, son, en las historias contadas por Guczka   , lánguidas sufrientes o víctimas que se dejan llevar por su destino.

         Penélope, “aquella invisible, indiferente, olvidada”, a decir de la autora, ejerce la prostitución por las noches y mata a sus dioses mientras limpia sus lágrimas y se dispone a tomar el tejido.

         Ana Karenina escribe en su diario el desgaste que ha venido de menos a más en su matrimonio con Karenin y sus amoríos con el conde Wronsky.

         El relato sobre Eva, el mejor de todo el libro, es un génesis en donde Adán y Eva llegan a una nueva tierra, el Edén, en una balsa buscando “Una constante, pero siempre distinta caída de agua de la cascada más grande del lugar, que en su descenso, se confunde con el matiz calmado de un lago transparente, un tapiz de peces y una muralla de rocas verdosas que dan origen a una vegetación interminable[]”, según dice la carta que Eva tiene en las manos y que les fue enviada por su creador como una invitación para que lleguen a este paraíso. Pero en este Edén no hay ningún dios, sino la serpiente del relato bíblico que es quien nos cuenta esta historia y a quien vemos manipulando a un Adán y una Eva ingenuos que creen que ésta es la mensajera de su “señor” al que tanto buscan y por quien obedecen todo aquello que les ordena la serpiente: “Ahora sé dice la serpiente de lo que es capaz aquel señor sobre estos pobres infelices; aún sin existir, los controla absolutamente”.

         Al igual que la narración sobre Adán y Eva, la historia de Jasón y Medea se desarrolla en otra época histórica a diferencia de la original. En este caso ocurre durante los tiempos de la Inquisición y es precisamente un inquisidor el rol que juega Jasón dentro de esta historia. En la primera escena asistimos, junto al hijo mayor de la pareja, a la quema de una mujer en la plaza. Arrebatado por su madre ante tan cruel espectáculo, el pequeño narrador nos cuenta que Medea dejó de ir a la iglesia y de platicar con el cura desde que empezaron a quemar personas en la Plaza, pues parece que es éste quien le propone al Juez la próxima víctima. En esta representación Medea ayuda a la gente del pueblo y los sana a través de sus conocimientos de herbolaria, conocimientos que, tras la aparición de una epidemia, serán usados en su contra para acusarla de brujería por el propio Jasón.

         El relato de Dalila acontece en un circo, siendo Dalila una insignificante enana que ama al fuerte Sansón, cuyo espectáculo se centra en levantar el mayor peso posible. La celosa e ignorada Dalila, un día antes de la función de Sansón recarga las pesas que éste debe cargar con más peso. Así que levanta las pesas se le rompe la espalda y todos aquellos placeres de los que gozaba, mujeres, salidas, ambiciones, desaparecen para quedarse al lado de la enana Dalila, a quien despreció por mucho tiempo y por la que sentía odio y asco.

         Independientemente de que algunas partes de las tramas y los tonos de los personajes de estas historias no sean muy atinados, el problema principal recae en su estructura, y es una de las lecciones más importantes de este libro. Los capítulos I, III, V, VII, IX, XI y XIII relatan la historia de Penélope como el hilo que se teje de la “esencia femenina” y que será evocado en las otras historias. El capítulo II, IV narran el cuento de Ana Karenina para volver a esta historia hasta el capítulo XII… El capítulo VI es la historia de Eva, el VIII la de Medea, el X la de Dalila y el XIV es una combinación de las cinco historias en donde las dos primeras narraciones comienzan con la última frase del último capítulo respectivo del personaje, pero los tres finales siguientes olvidan que esto era parte de la estructura del capítulo y comienzan con una imagen nueva.

         Como se ve hay rupturas en la narración de las historias para tejer nuevas o darle continuidad a otras, no obstante también en esto veo problemas de estructura que ocasiona que durante los cinco primero capítulos la lectura de esta obra sea lenta y cansada. La arbitrariedad con que se corta el relato de Ana Karenina y no el de Medea, Dalila y Eva me lleva a pensar que en un principio la autora pensó en darles un corte a todos pero que el tamaño de los cuentos no permitió esta ruptura. De haber sido así esto se hubiera podido solucionar dejando la historia de Ana completa y solamente la de Penélope hubiera podido funcionar como ese hilo conductor después de cada nueva historia, para darle al lector una sensación de simetría.

         Estas fallas en la estructuración de Mientras dormía el sultán (buen título, sin embargo nunca lo vemos dormir y el lector, al menos yo, no creo que durmiera mientras está el festejo del Ramadán) no dejan de lado el intento de Guczka por retomar estas historias y contarlas con un lenguaje, por momentos, poético e incluso desgarradoramente lúcido, como en el siguiente fragmento del capítulo III: “Y la madre aguarda a que termine su porción de carne para recordarle su voz, en un tenue festejo, para después cerrar la tumba de su boca y levantarse de la mesa”. Tampoco dejamos de notar como lectores el interés de la autora por encontrar nuevas formas de narrar, de ahí las complejas estructuras elegidas, como en el capítulo XIV en donde a través del diario de Ana vemos un intento por mezclar lo que sería la habitual narración de un diario con el flujo de conciencia. Y a pesar de que no está muy bien logrado, tal vez puede ser un paso para que en un futuro Christel Guczka nos sorprenda en otro libro.