lunes, 25 de febrero de 2013

El suicidio de una mariposa: Isaí Moreno


 
Mariposa no sólo no cobarde,
mas temeraria, fatalmente  ciega.
Góngora

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Jorge Luis Borges
 

En literatura, la metáfora de la mariposa que se suicida quemada por la luz de una vela ha sido ocupada por diversos escritores: Petrarca, Lope de Vega, Cervantes, Santa Teresa, entre otros. El escritor mexicano Isaí Moreno recoge este tópico poético para transformarlo en una novela donde la luz representada por el personaje Antonino terminará quemando a Saúl, un malviviente de la “fantástica” Ciudad del Valle.

         Ciudad del Valle es un lugar de ficción que tiene sus espejos sobre todo en ciertas regiones al norte de la Ciudad de México como Ecatepec, Ciudad Azteca Aragón, donde la violencia es el único libro en la estantería de la omitida biblioteca que los gobiernos de las delegaciones y municipios han permitido colocar. Violencia que es alentada por publicaciones como Alerta!, diario que se compra porque el principal atractivo es la muerte trágica o criminal: los cadáveres se exponen sin pudor para saciar el morbo de la gente que ve como algo cotidiano la intimidación, el asesinato, la ira, la agresión.

         La familia de Antonino se muda a esta ciudad de pesadilla, y al adolescente pronto se le revela que será difícil sobrevivir, sea cual sea el género y la edad. En la bajada a este infierno, Antonino conoce a Saúl Castellán, un joven de 21 años pero que parece de 25 y que es uno de los ejemplares más violentos del barrio. La luz de Antonino seduce al agresivo Saúl y lo defenderá hasta que es asesinado con la complicidad silenciosa de Antonino.

         Entre ambos personajes hay una tirante seducción que pudiera evocar a una posible atracción homosexual, si sustituimos el término mariposa por el nombre de Saúl, que en la novela es sacrificado. Pero la novela va más allá de esta simple noción, porque la búsqueda de la mariposa en este libro es la aparente pureza que despide Antonino y que años después él mismo anotará en su diario que Saúl estaba equivocado, el contacto con Ciudad del Valle ya había ensuciado su alma. Nada que tocara o que entrara en esta ciudad tal como estaba podía permanecer puro, ni Antonino ni el ajedrez, juego de caballeros que se mancha con el dinero de las apuestas que sábado a sábado organizan los hombres del barrio y cuyo triunfo le prepara a Saúl la muerte.

         Con un aroma autobiográfico, El suicidio de una mariposa de Isaí Moreno es una novela trágica que nos invita a leer, además, las regiones de nuestra ciudad que, como Ciudad del Valle, permanecen al amparo, único amparo, de los designios de un Dios Desconocido.


 

jueves, 21 de febrero de 2013

Leer poesía

Hacia fines del siglo pasado el número de lectores de poemas disminuyó, esto a pesar de que, a mi juicio, el número de personas que los escriben no ha descendido. Podemos observar la necesidad de los escritores por dar a conocer sus poemas a través de diversos soportes, electrónicos o impresos, bajo formas clásicas o con el rigor de la moderna desestructura.

         En la década que corre leer poesía para muchas personas es sinónimo de cursilería, aburrimiento, algo excelso e, incluso, inentendible. Al parecer se llega a tener esta percepción por las mismas razones que Johannes Pfeiffer refiere en su breve libro La poesía: Los dos grandes peligros en la creación poética son el diletantismo y el esteticismo; al primero sólo le importa el sentido de lo que desea expresar y descuida la forma, y el segundo se mueve en la construcción de estructuras originales, clásicas, bellas y descuida el sentido de su expresión.

         Podemos ir un paso más allá de las palabras de Pfeiffer y descubrir que no se nos enseña a leer poesía. En la escuela intentamos ser declamadores de poemas que enaltezcan a personajes históricos, políticos, a las madres o a los mismos maestros; un poco más grandes queremos tal vez regalarle un poema al chico o a la chica que nos gusta; habrá quien, ya casado, quizá recuerde pocos poemas y si la familia tiene una percepción sobre la poesía parecida a la expuesta en el párrafo anterior probablemente su gusto por ésta se vaya diluyendo.

         La poesía no es sólo expresión de sentimientos. Poesía, se deriva del griego ποίησις (poiésis), que significa creación, y abarcaba, según nos cuenta Aristóteles en su Poética, diversas especies: epopeya, comedia, poesía trágica, ditirámbica, aulética y citarística. Todas estas especies tienen en común, y de ahí que Aristóteles las considere como especies de la poética, pertenecer al arte que imita sólo con el lenguaje, en prosa o en verso; y esta definición de poesía no ha cambiado mucho en la actualidad [véase Beristáin: 400].

         Entre otras cosas, cuando leemos poesía debemos apreciar el ritmo que el poeta imprime en su composición, la medida de los versos, la ausencia de estos, la intención de las posibles repeticiones en el poema, la selección de palabras y su sonoridad, la simetría y el placer o el aliento implícito que tuvo el poeta al escribirlo. Bajo su pluma, en el papel, el poeta descubre los mundos ocultos que la cotidianidad del trabajo y la rutina esconden al hombre; por ello, a veces suele ser profeta y otras veces se disfraza de niño.

         Los adultos olvidamos que leer poesía no es reconocer que el poeta tiene sentimientos, sino que estas creaciones son, primero, juegos donde se mezcla cierta cantidad de sílabas, sonidos, versos, estrofas, imágenes, figuras retóricas, una búsqueda de estilo propio y, también, el trasvase de cierta experiencia humana. Por ello, recientemente la agencia Efe difundió que leer poesía trae más beneficios que los libros de autoayuda, porque en la poesía el ser humano reconoce sus anhelos, angustias, problemas, sensaciones e ideas; es decir, se reconoce en lo que expone el poeta, lo que le permite al lector liberarse por un momento de sí mismo y contemplar su propio mundo bajo la mirada de otro.

          Los siguientes poemas tienen el brío de lo dicho en los párrafos anteriores:


Dante
José Emilio Pacheco


Al ver a Dante por la calle
la gente lo apedreaba. Suponía
que de verdad estuvo en el infierno.


La casada infiel
Federico García Lorca


Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
[…]

 
Un rubâi de Omar Kheyyam:

Imagínate el mundo ordenado a tu gusto.
Supón que has terminado de leer ya la carta,
Que has gozado cien años a tu antojo, y que puedes
Vivir cien años más del mismo modo. ¿Y luego?


          Ciertamente, en nuestro país se lee poco; pero sobre todo poca poesía. No sólo me refiero a los poetas clásicos: Juan Ramón Jiménez, Amado Nervo, José Gorostiza... A escritores y lectores nos hace falta leer a los poetas contemporáneos, porque en ese diálogo entre lo clásico y lo moderno es como la literatura (y un país) se enriquece. Aunque para leer hay que saber hacerlo y parece que algo está fallando en las escuelas, lugares donde debería enseñarse a hacerlo.

 

Bibliografía

Aristóteles. Poética. Trad. Valentín García Yebra. Madrid: Gredos, 1974.
Beristáin. Helena. Diccionario de retórica y poética. México: Porrúa, 1998.
Pfeiffer, Johannes. La poesía. México: FCE, 2005.

jueves, 14 de febrero de 2013

Sobre la muerte y la escritura

 
Para don Rubén Bonifaz Nuño

Cuando alguien muere parte de nosotros también se muere, me dijo un día mi hijo después de enterrar a su abuelita Rosario. Por desgracia, de la tía abuela Rosario, mujer crítica y lúcida, no quedará constancia después de muertos nosotros. Su obra se encuentra en los borrados pasos que dejó en la villa de Cadereyta, Querétaro, y en la pasión por la lectura que alimentó en mi esposo. No escribió libros, aunque todos los días, como un rito secreto, escribía en una tablilla de madera que luego lavaba con una fibra enjabonada. ¿Por qué hacía esto y qué escribía allí? Nadie lo sabrá, se ha ido con el silencio sepulcral que la contiene.
 
         Afortunadamente en el caso de los escritores sus palabras siguen vivas. Cada vez que leemos a alguien ya fallecido, sobre todo en la lengua en que escribió, es semejante a como si lo escucháramos otra vez y repasara con voz propia lo que ha escrito. Algo extraño sucede con el sonido en la escritura. Algo tan extraño que me parece estar escuchando a don Rubén Bonifaz cuando releo Fuego de Pobres:      

Nadie sale. Parece
que llueve en México, lo único
posible es encerrarse
desajustadamente en guerra mínima,
a pensar los ochenta minutos de la hora
en que es hora de lágrimas.

En que es el tiempo de ponerse,
encenizado de colillas fúnebres,
a velar con cerillos
algún recuerdo ya cadáver;
tiempo de aclimatarse al ejercicio
de perder las mañanas
por no saber qué hacer con las tardes.

         Esta voz, este sonido repasado muchas veces por el propio escritor hasta dejar la marca de su intención poética se vuelve un murmullo permanente de su presencia, se actualiza otra vez su paso por el mundo mientras habite sobre la tierra alguien que lo lea y se encuentre contenido en esas palabras.

         Es la guerra mínima contra la muerte que el hombre encuentra para hacer frente a una batalla perdida, perdurar con el lenguaje al ser evocado, sentido y descubierto en unas palabras que reúnen en un instante a lector y escritor en empatía de letras, palabras, sentidos, sonidos. Por eso Sor Juana Inés de la Cruz no ha muerto y tampoco morirá Rubén Bonifaz Nuño, porque sus legados y sus voces trascienden su existencia material. Sus pasos pueden ser perseguidos y lo serán durante varios siglos mientras sus nombres sean sinónimos de humanidad.
 
 

jueves, 7 de febrero de 2013

A salto de hombre

Perdí el libro del que iba a hablar esta semana. A veces pasa eso, como si un libro no quisiera ser leído o encontrado para permanecer encerrado en sus contornos. Será que nace de experiencias y meditaciones tan íntimas que hablar de él es llevar al terreno de lo público algo que debería quedarse en la privada mente del lector. Así, tendré que esperar a que el libro de Pura López Colomé quiera ser reseñado.

         En su lugar hablaré de un libro de poesía publicado a principios del año pasado: A/salto de río (Agonía del salmón) de Raúl Renán. El tema principal de este pequeño gran libro es el destino del hombre. Convertido poéticamente en este pez, Renán invita al lector a seguirlo, desde su nacimiento hasta su muerte, por el sinuoso y difícil camino que se ha trazado. Como el salmón que nada a contracorriente, el hombre lucha por sobrevivir a pesar de las adversidades que el mundo le asigna.

         El poema comienza con una canción que más parece indicación, proclama o mantra, sonora repetición con la que da inicio el ciclo de vida del salmón y que al leerla nos sugiere que el eco de repetición anula el tiempo, pues esto volverá a suceder de manera continua hasta convertirse en una constante dentro de la música del universo.


Viaje al nacimiento

Canción (fragmento)

Salmón S. Almónides.

 

agua

            del

nadar

            cruel

al

                     ahí

            al

ahí

al

            ahí

            al

ahí

            al

 
Atento a su propio devenir, este salmón poético, que tiene una evocación del albatros baudelaireano, avanza llevando por delante su voluntad de saltar hacia la cumbre ante el tumulto de rocas e hilos de agua y no rendirse a pesar del fluido brutal de la corriente que lo obliga, en ocasiones, a retroceder, pero de la que vuelve a salir para continuar su extraño recorrido, camino a la nada.

En este sentido, el salmón es como el poeta, un ser que pudo haber seguido la corriente o el influjo de las personas que tenía a su alrededor, pero que, en tiempos aciagos para la poesía y para él mismo, decide convertirse en un contrasentido; un ser que descubre que el mundo está desajustado y que al lado del que ve la gente existen otros mundos que en su observación atenta serán descubiertos con la música de sus palabras.

Para Renán, las palabras no sólo tienen significado semántico, sino que por sí mismas, por su forma, pueden significar nuevas cosas. Dentro del poema, las palabras se transforman en agua, en pez o en el sendero por el que el salmón se desplaza, un desplazamiento que va de abajo hacia arriba.

         El camino, sin embargo, es trágico, porque como el del hombre lo lleva a la nada, a la lenta desaparición de su ser y a la ineludible pregunta: ¿para qué tanto esfuerzo? El libro cierra con dos páginas en negro, como referencia a la vuelta al origen, a la oscuridad, o quizá a la búsqueda de una respuesta que, como los hombres antiguos, buscaban en la oscuridad de una noche con pequeñas estrellas.