jueves, 2 de mayo de 2013

Agota Kristof: La necesidad de escribir


La actitud arquitectónicamente estable y dinámicamente viva del autor con respecto a su personaje debe ser comprendida tanto en sus principios básicos como en las diversas manifestaciones individuales que tal actitud revela en cada autor y cada obra determinada.
Mijaíl Bajtín
 

El fin de semana me topé, en la mesa de “novedades” de la librería Gandhi, con un libro publicado por Ediciones Obelisco en 2006, La analfabeta de Agota Kristof. Más conocida por su trilogía sobre Lucas y Claus (El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira), esta autora construye un relato autobiográfico en donde entrelaza temas presentes en la obra antes referida: la tensa y áspera infancia, la vida después de la segunda guerra mundial, la separación de la familia, el cruce de la frontera y sus consecuencias y el proceso que va desde la revelación de la necesidad de escribir en una persona a su consolidación. Con este libro, Kristof vuelve a hacer evidente una tesis que reverbera en su trilogía: la escritura nace a partir de una necesidad vital.

Al término de la segunda guerra mundial, la narradora de La analfabeta es separada de su familia y enviada a un internado. Entonces descubre que la única manera que tiene para soportar aquellas circunstancias es escribir. Pero la escritura en húngaro, su lengua materna, no durará mucho. Unos años después, junto con su esposo y su bebé, atraviesa la frontera con Austria hasta que es enviada a Suiza como refugiada. Durante su estancia en Suiza tiene otros dos hijos, trabaja en una fábrica y aprende que el largo tiempo que ha leído y escrito en húngaro es inútil en Suiza. Allí es una analfabeta.

         Paradójicamente, ha sido una lectora ávida desde los cuatro años. Hábito que no siempre fue bien visto en su círculo social y familiar y por el cual se le califica de “perezosa”, “no hace nada. Se pasa el día leyendo”, “hay miles de cosas más útiles, ¿no?”. De Hungría a México es posible que estos calificativos hayan desalentado a más de uno sobre una actividad que ahora algunos gobiernos intentan promover.

         De esta manera, el difícil camino del escritor se vuelve irreal cuando no existe una lengua que permita la comunicación con los lectores que lo rodean. Olvidemos la técnica. Este relato —pleno de humor, ironía, lucidez— revela que el personaje habita tres desiertos: el desierto connatural al oficio de escritor, el desierto del exiliado y el desierto del escritor exiliado de su lengua materna.

 
Aquí es donde empieza el desierto. Desierto social, desierto cultural. A la exaltación de los días de la revolución y de la huida le siguen el silencio, el vacío, la nostalgia de los días en los que teníamos la impresión de participar en algo importante, histórico quizá: el mal del país, la falta de la familia y de los amigos.
 

         Las continuas reflexiones de la narradora mezcladas con la narración ubica a este relato en la moderna literatura. Sin embargo, es más que esto. Dividido en once capítulos en los que aparecen diversas estrategias discursivas, el personaje principal de este relato no es Agota, sino la escritura: una escritura traducida a un lenguaje desconocido por una analfabeta.


 

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