jueves, 14 de febrero de 2013

Sobre la muerte y la escritura

 
Para don Rubén Bonifaz Nuño

Cuando alguien muere parte de nosotros también se muere, me dijo un día mi hijo después de enterrar a su abuelita Rosario. Por desgracia, de la tía abuela Rosario, mujer crítica y lúcida, no quedará constancia después de muertos nosotros. Su obra se encuentra en los borrados pasos que dejó en la villa de Cadereyta, Querétaro, y en la pasión por la lectura que alimentó en mi esposo. No escribió libros, aunque todos los días, como un rito secreto, escribía en una tablilla de madera que luego lavaba con una fibra enjabonada. ¿Por qué hacía esto y qué escribía allí? Nadie lo sabrá, se ha ido con el silencio sepulcral que la contiene.
 
         Afortunadamente en el caso de los escritores sus palabras siguen vivas. Cada vez que leemos a alguien ya fallecido, sobre todo en la lengua en que escribió, es semejante a como si lo escucháramos otra vez y repasara con voz propia lo que ha escrito. Algo extraño sucede con el sonido en la escritura. Algo tan extraño que me parece estar escuchando a don Rubén Bonifaz cuando releo Fuego de Pobres:      

Nadie sale. Parece
que llueve en México, lo único
posible es encerrarse
desajustadamente en guerra mínima,
a pensar los ochenta minutos de la hora
en que es hora de lágrimas.

En que es el tiempo de ponerse,
encenizado de colillas fúnebres,
a velar con cerillos
algún recuerdo ya cadáver;
tiempo de aclimatarse al ejercicio
de perder las mañanas
por no saber qué hacer con las tardes.

         Esta voz, este sonido repasado muchas veces por el propio escritor hasta dejar la marca de su intención poética se vuelve un murmullo permanente de su presencia, se actualiza otra vez su paso por el mundo mientras habite sobre la tierra alguien que lo lea y se encuentre contenido en esas palabras.

         Es la guerra mínima contra la muerte que el hombre encuentra para hacer frente a una batalla perdida, perdurar con el lenguaje al ser evocado, sentido y descubierto en unas palabras que reúnen en un instante a lector y escritor en empatía de letras, palabras, sentidos, sonidos. Por eso Sor Juana Inés de la Cruz no ha muerto y tampoco morirá Rubén Bonifaz Nuño, porque sus legados y sus voces trascienden su existencia material. Sus pasos pueden ser perseguidos y lo serán durante varios siglos mientras sus nombres sean sinónimos de humanidad.
 
 

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