jueves, 24 de enero de 2013

Una mirada a Los enamoramientos de Javier Marías

Hace algunos días mencioné que la novela Los enamoramientos de Javier Marías se consideraba, entre algunos críticos, una obra extraordinaria porque el narrador era una mujer; lo cual me parece exagerado porque Marías tiene escritos, si se quiere, mucho más espléndidos y cultivados que esta novela y porque la voz femenina no está del todo bien lograda. Además, hay que añadir que convencer al lector que se es un narrador diferente al creador es una de las metas que se persiguen al escribir un texto.

         Con un enorme aliento reflexivo, esta novela intenta transmitir diferentes miradas acerca del estado de enamoramiento que vivimos los seres humanos. Más como espejismo que como pasión arrebatada, el tema se desarrolla a través de las diferentes opiniones que realiza María Dolz, narradora y personaje principal de esta obra, sobre su propia condición enamorada y la forma de asumir el enamoramiento en otros personajes.

         Es difícil ver al personaje principal en los primeros capítulos. Marías, que no María, recorre sus propias meditaciones acerca de la distancia y cercanía que hay entre seres humanos que no se conocen; sobre la muerte del amante y el impacto que deja en los deudos; el necesario olvido con que nos defendemos ante esta circunstancia y cómo la aparición del amante muerto sería una desgracia y no, como se pensaría desde lejos, una alegría.

         Conforme pasan las páginas y aparecen otros personajes la voz de María se va asentando, aunque no del todo, y esto se comprueba cuando observamos que los personajes son contemplativos: Luisa Alday, Javier Díaz-Varela, quizá hasta el propio Desvern o Devern lo hubiera sido de haber estado vivo… El problema con esto no es que los personajes sean reflexivos, sino que el tono resulta semejante entre ellos. A ratos, durante la lectura de esta novela, no hay diferencia entre leer los extensos diálogos de Díaz-Varela, de Luisa o de la propia María.

         De ahí que las voces de sus personajes en muchas partes de esta novela sean poco creíbles, sobre todo por las constantes e innecesarias repeticiones por las que se decanta el autor. Sin embargo, en defensa de Marías debo decir que su lectura me hizo recordar otra obra que es un clásico en la literatura española: La voluntad de José Martínez Ruíz, Azorín. Ambas novelas poseen personajes que podrían llamarse “hombre-reflexión” (como Inman Fox cataloga a Antonio Azorín en el prólogo de La voluntad publicada por Castalia) por encima del “hombre-voluntad”, al que ni María Dolz ni Antonio Azorín alcanzarán en sus respectivas obras.

         Así que, como dice la narradora sobre uno de los personajes: “Tenía una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión, como se la he visto a no pocos escritores de los que pasan por la editorial, parece que no les bastara con llenar hojas y hojas con sus ocurrencias y sus historias absurdas (…)” Y aunque esta novela no me parece absurda, por su misma estructura y por el gusto por la digresión sí se necesita tenerle paciencia, principalmente en las cien primeras páginas.
 
 

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