Mi historia con Helena
El que no sirve para servir no sirve
para vivir.
Rabindranath Tagore parafraseado en una
hoja de papel en la oficina de Helena Beristáin.
Algunos la recordarán por su Diccionario de retórica y poética, para
muchos su mayor contribución; otros pensarán en ella como la maestra generosa y
lúcida cuyos alumnos favoritos se encontraban en el semillero de conciencias
que es la Escuela Nacional Preparatoria; unos más la tendrán presente como
académica, aunque el origen de su pasión por la literatura se hallase en la
escritura y en el entendimiento de las técnicas literarias que sin recelos compartía
con sus alumnos y a través de sus libros; unos menos evocarán incluso con
nostalgia las peleas irremediables que sostuvo con Rubén Bonifaz Nuño, su amigo
de antaño, por lo que ambos creían defender: su Universidad; …y yo la rememoro como el capitán del barco
que en 1998 giró el timón de lo que era mi vida en aquel momento y me dio un sinfín
de enseñanzas literarias, académicas y morales, que torpe y lentamente he ido asimilando
desde entonces.
Conocí
a la Dra. Helena Beristáin cuando un día de otoño de aquel 1998 decidí
enfrentar mis miedos y acercarme al Instituto de Investigaciones Filológicas
para hacer mi servicio social. Yo quería hacerlo con Esther Cohen. En aquellos
días estaba demasiado entusiasmada con la semiótica y había leído que ella había
sido alumna de Umberto Eco… Llegué con el policía de la puerta y tímidamente le
dije a lo que iba. Él, muy amable, me llevó con la Secretaria Académica, quien,
afable también, me preguntó lo que me gustaba leer, de qué carrera procedía,
etcétera (a estas alturas me estaba percatando de la extraña situación en la
que yo misma me había metido: eso de ir a un Instituto y sin conocer a los
investigadores tratar de trabajar con ellos no era la norma). Me envió al
cubículo de Esther, quien acababa de ser nombrada Coordinadora del Seminario de
Poética. Excusándose me dijo que en ese momento su vida había dado un vuelco por
las responsabilidades de la coordinación (después de felicitarla por el
nombramiento me dejó en claro que no las quería) y me indicó que la persona que
en esos momentos estaba saturada de trabajo en el Instituto era la Dra. Helena
y que yo podía serle más útil a ella. Un poco decepcionada entré al cubículo de
la Dra. Helena y allí, en esa plática que duró alrededor de hora y media,
comenzó mi aprendizaje. Me habló de la retórica, de cómo la Dra. Paola Vianello
la había introducido en México como disciplina a estudiar; de su importancia en
las civilizaciones, no sólo en la literatura; de la negación de apoyo que el
director de la Facultad de Derecho le había dado como respuesta cuando le
solicitó que se hiciera un Congreso Internacional de Retórica en México (el de
1998) con instituciones en conjunto, cuando la retórica había nacido a través
del derecho…; de la necesidad de estudios retóricos interdiciplinarios; de
Bitácora de Retórica y los libros que habían comenzado a publicarse y los que
estaban en proceso. Me habló también de que había dejado de fumar y cómo estaba
convenciendo a sus amigas para que dejaran de hacerlo, que ella nunca habría
fumado de haber sabido lo dañino que era, que había pegado alrededor de donde
vivía y trabajaba calaveras fumadoras para que todos supieran que fumar mata
(para aquella época podía verse todavía pegada en la pared al lado de la puerta
de entrada del Seminario de Poética una de estas calaveras fumonas). Después me
contó algo, muy poco, sobre sus hijos, su esposo, su nieto Marcelo, pero cada
palabra con que los evocaba poseía la capacidad de ser intensamente conmovedora.
Y para concluir me habló de mi perspectiva de vida (ahora me doy cuenta de que
ella tenía muy claro lo que quería decirme, desde dónde quería partir y hasta
dónde quería llegar). Me dijo que para tener las mejores oportunidades debía sacar
las mejores calificaciones, y en ese sentido sólo había una meta: el 10. Desde
entonces “diez” se volvería el parámetro con que yo misma calificaría mis
acciones. Mi mediocridad, mi pereza intelectual, mis evasiones y conformismo lucharon
por mantenerse durante los cinco años en que trabajé para ella (hice mi
servicio social, fui becaria y técnico académico dentro del proyecto), pero ese
diez se había metido profundamente en mi conciencia y fue la lanza de ataque
que empezaría a ordenar mi vida. Contrario a lo que pudiera pensarse nunca me
pidió mis calificaciones –se hubiera ido de espaldas con las calificaciones que
en ese momento tenía en Ciencias de la Comunicación-; sólo creyó en mí y dejó
que sus palabras, por sí solas, enderezaran mis actos. Me dio una ponencia que
se había presentado en el Congreso de retórica que había organizado y me dijo
que cuando la tuviera corregida se la regresara. Una semana después se la estaba
devolviendo y me entregaba a su vez otra ponencia, así estuvimos por algunos meses
hasta que se encariñó conmigo y me felicitó por mi interés, mi disciplina y mi
inteligencia que, sin saberlo -no se lo dije nunca- ella había despertado. Al
salir de su oficina, después de aquel primer encuentro, tenía sensaciones
confusas: no iba a desarrollar la semiótica que tanto interés me provocaba,
pero me había quedado con la retórica, que creía por debajo de aquélla…; no iba
a estar con Esther sino con una maestra a la que no conocía, pero que, sin
saberlo, sería vital en mi formación durante los años siguientes, y abrasaba en
mis manos aquellos papeles porque había entrado al maravilloso arte oficio de
hacer libros.
Maestra y amiga: tal vez sea el azar el que hace entrar personas en nuestra vida pero lo que hacemos con esa oportunidad ya depende de nosotros. Sé que aprovechas tu camino… Felicidades, Icela
ResponderEliminarEs verdad, Icela querida, a las personas el azar las pone en nuestras vidas, pero depende de nosotros si éstas dejan huella. En mi caso, la Dra. Helena transformó mi horizonte en una etapa muy difícil para mí. Eso no lo he escrito. Es el iceberg de Hemingway. Te mando un abrazo y te deseo felices fiestas.
EliminarAsmara.