Memoria de Poe / III
Su
verdadera falta no fue tanto no “entender” a Edgar, sino mostrarse
deliberadamente mezquino y cruel, obstinándose en acorralarlo y dominarlo. Al
fin y al cabo, Mr. John Allan perdió la partida contra el poeta en todos los
terrenos; pero la victoria de Edgar se parecía demasiado a las de Pirro para no
desesperar en primer término al vencedor.
Julio
Cortázar
Uno de los jueces del concurso
organizado por el diario Baltimore
Saturday Visiter era John P. Kennedy, quien escribió en su diario sobre
Edgar Allan Poe: “Le encontré en estado de inanición. Le di ropa, libre acceso
a mi mesa…, le salvé del borde de la desesperación”. Gracias a Kennedy también
consiguió la dirección del Southern
Literary Messenger, que bajo la guía del poeta se convirtió en un magacín
importante en Estados Unidos y a través del cual obtuvo fama como crítico y
cuentista. En sus páginas aparecieron, entre otros, “Berenice”, la “Narración
de Arthur Gordon Pym” (en folletín) y diversas reseñas y ensayos llenos de
lucidez, ironía, conocimientos literarios y agudeza para valorar una obra
literaria en términos artísticos. Muchas de sus críticas son navajas que pocos escritores
—por la distintiva vanidad del gremio— apreciaron. No obstante, Poe sabía que ejercer
la crítica le daría frutos en su formación de escritor y que, por tanto, sus
juicios no debían de obedecer a intereses comerciales de las editoriales,
ominosos amiguismos literarios e incluso nacionalidades de los escritores.
En
abril de 1836, en el Southern Literary Messenger, Poe publicó un
artículo cuyo fin era criticar dos libros: The
Culprit Fay, and other Poems, de Joseph Rodman Drake, y Alnwick Castle, with other Poems, de
Fitx-Greene Halleck, pero le sirvió, como buen ensayo literario, para divagar
en torno al estado de la crítica norteamericana. Dice Poe:
Antes de entrar en el detalle
de la nota sobre los libros que tenemos ante nosotros, desearíamos decir
algunas palabras respecto del estado actual de la crítica estadounidense.
Debe ser obvio a todos aquellos que tienen que ver con la
literatura, que en los últimos años se ha producido una total revolución en la
censura de nuestra prensa. Estamos seguros de que esta revolución empeora las
cosas. Hubo una época, es verdad, en que nos sometíamos a la opinión extranjera;
digamos, incluso, que adoptábamos una actitud de servil reverencia a los dichos
de la crítica inglesa. Que un libro estadounidense pudiera, por una remota
posibilidad, ser digno de lectura, era una idea que de ninguna manera se había
extendido en este país; y si éramos por alguna razón impulsados a leer las
obras de nuestros autores nativos, era sólo debido a las repetidas seguridades
brindadas desde Inglaterra en el sentido de que esas obras no eran del todo
despreciables. Pero de todas maneras, había una sombra de excusa y una ligera
base de razón para un sometimiento tan grotesco. Incluso ahora, tal vez, no
sería demasiado descabellado afirmar que esa base de razón todavía existe.
Concedamos que en muchas de las ciencias abstractas, que
incluso en teología, en medicina, en leyes, en oratoria, en artes mecánicas, no
tenemos competidores de ninguna clase, sin embargo, sólo la más egregia vanidad
nacional podría asignarnos un lugar en lo que hace a literatura culta en el
mismo nivel que los más antiguos y maduros ambientes de Europa, cuyos hijos dan
sus primeros pasos en los jardines de academias magníficamente provistas, y
cuyas innumerables personas de fortuna, y la educación que viene con ello,
beben cotidianamente de esas augustas fuentes de inspiración que brotan a su
alrededor por todas partes desde las tumbas de sus inmortales muertos y de sus
venerables y celebrados monumentos de caballería y canciones. Al reconocerles,
como nación, una bien ganada supremacía rara vez cuestionada, salvo por el
prejuicio o la ignorancia, no hacemos otra cosa, por supuesto, que actuar
racionalmente. El exceso de nuestra sumisión era culpable pero, como ya lo
hemos dicho, ese mismo exceso podría encontrar una sombra de excusa en el
estricto cumplimiento, siempre y cuando esté bien regulado, del principio del
cual emanaba. No ocurre lo mismo con la estupidez actual. Nos estamos poniendo
ruidosos y arrogantes en cuanto al orgullo de una demasiado rápidamente asumida
libertad literaria. Echamos por la borda, con la más presuntuosa y vacua
altivez, todo respeto por las opiniones extranjeras; olvidamos, en esa pueril
inflación de la vanidad, que el mundo es el verdadero escenario de la
representación bíblica; gritamos y vociferamos a favor de la necesidad de
alentar a los escritores nativos con méritos; imaginamos ciegamente que podemos
lograr esto diciendo indiscriminadamente lo que es bueno, malo o indiferente,
sin tomarnos el trabajo de considerar que lo que decidimos que es digno de
aliento sea, por esta aplicación general, desalentado. En una palabra, lejos de
sentir vergüenza por los muchos y lamentables fracasos literarios a los que
nuestra excesiva vanidad y nuestro patriotismo mal entendido han dado lugar, y
lejos de lamentar que esas puerilidades cotidianas sean de factura local,
adherimos con pertinacia a nuestra idea original, ciegamente concebida, y así
es como con frecuencia nos encontramos envueltos en la gran paradoja de gustar
más de un libro estúpido sólo porque esa estupidez es estadounidense.
Con
esta feroz y honesta crítica que le daría esplendor a las páginas de la Southern Literary Messenger —revista que
Poe dirigió por alrededor de dos años—, las ventas se octuplicaron. Sobra decir
que el escritor habría seguido a la cabeza de aquel magacín —lo que hubiera solucionado
sus problemas económicos de una vez por todas—, pero sus costumbres irregulares
(llegar tarde o de plano no llegar a la oficina y comenzar uno tras otro
episodios de alcoholismo con los amigos de la juventud) le causaron problemas con
el dueño, Mr. White, lo que provocó su salida de la publicación.
Por aquel entonces, el afecto hacia su
familia de Baltimore se acrecienta; en particular, hacia su tía María y la hija
de ésta, Virginia, la niña-mujer de trece años a la que desposará en Richmond en
mayo de 1836. No hay duda de que amaba a su prima y de que durante el tiempo en
que estuvieron casados, ella le dio estabilidad para dedicarse a la escritura,
estabilidad que no conoció antes ni después de ella.
Poe no pensaba quedarse
en Richmond. Él anhelaba consolidarse como escritor en una gran ciudad; en
Filadelfia o en Nueva York, las dos ciudades de las grandes letras
estadounidenses de la década de los treinta del siglo xix. Sin embargo, a duras penas instalado en Nueva York
junto con su familia, y libre de la obligación de hacer reseñas y ensayos, se
dedicó a escribir cuentos y logró que su “Narración de Arthur Gordon Pym”
apareciera como volumen, pese a ser un fracaso mercantil. Así descubrió que
Nueva York no le traería beneficios ni como escritor ni en lo económico, por lo
que intentó desarrollarse en Filadelfia, esta vez con mejor suerte. Durante
seis años permaneció en aquella región publicando sus cuentos y críticas en revistas
y anuarios; en 1938 verá la luz su cuento favorito, “Ligeia”, y al año
siguiente uno de mayor calidad, “La caída de la casa Usher”, en donde se hallan
muchos elementos autobiográficos. Además, comienza a trabajar como asesor
literario en el Burton’s Magazine con
un sueldo bajísimo, pero que le dio seguridad económica y en donde podía
expresar sus opiniones sin censura (sobre el mal sueldo que recibía Poe por sus
colaboraciones, Rufus Griswold se mofa en las “Memorias del autor” [véase “Memoria
de Poe/I”]).
En diciembre de 1839, Poe publicó, con
el nombre de Cuentos de lo grotesco y
arabesco, una colección de los relatos aparecidos en las revistas durante esos
años. No obstante, se sentía
insatisfecho por el poco tiempo que le dedicaba a su poesía y por la falta de
apoyo del Burton’s Magazine. En junio
de 1840 se separa de este magacín y sufre un colapso nervioso. Para su fortuna,
la revista se une con otra y así surge el Graham’s
Magazine, cuyo nuevo dueño le pide que sea el director literario, lo que le
proporciona mejores condiciones económicas, al menos durante el tiempo en que está
a la cabeza de la publicación (febrero de 1841-abril de 1842).
Esta es una buena etapa, tanto económica
como de creación, para Poe. Es el inicio de su fase llamada “analítica”, en
donde lo que ha plasmado en sus críticas y obras literarias se consolida de
manera determinante. La creación literaria, dirá Poe, es un complejo proceso
matemático [The Philosophy of Composition,
1845] y, por lo tanto, nada puede quedar fuera de la conciencia del escritor. Empero,
esta buena racha se ve interrumpida por la intempestiva enfermedad de su esposa,
quien a fines de enero de 1842, mientras su compañero se encontraba tomando el
té con unos amigos en su casa, sufre un primer ataque de tuberculosis.
Para un ser sensible como Poe, la
enfermedad de su mujer fue una de las peores tragedias de su vida. Virginia apenas
contaba con diecinueve años y parecía destinada al mismo fin de sus padres, de
su hermano… Sin poder encontrar una
solución a este ineludible destino, comienza a beber nuevamente alcohol y a
comportarse de manera semejante a cuando dirigió el Southern Literary Messenger, aunque por razones diferentes. Ante
esto, el dueño del Graham’s Magazine se vio obligado a llamar a otro escritor
para que llenara los huecos que estaba dejando Poe en la revista. Ese escritor
era el reverendo Rufus Griswold…
De la manga no salen escritores como tú. Surges de la disciplina y la constancia que demuestras en este blog. Felicidades y gracias, es sumamente enriquecedor y motiva al esfuerzo.
ResponderEliminarIcela
Mil gracias, Icela querida.
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