jueves, 13 de junio de 2013

Descubriendo a los poetas ensayistas mexicanos



He descubierto con gran placer en mis últimas lecturas, para una clase que estoy preparando de taller de ensayo, que el ensayo mexicano es de una riqueza literaria enorme, que afortunadamente para nosotros el ensayo no se acabó con Alfonso Reyes ni Octavio Paz, aunque muchos maestros se dediquen para enseñarlo exclusivamente a ellos o al ensayo inglés, que es magnífico y hay que leerlo, pero que al dedicarnos sólo a ellos estamos dejando de lado voces literarias, divagadoras y reflexivas tan interesantes como las de Ramón López Velarde, Martín Luis Guzmán o Amado Nervo, a quienes se conoce a través de otros géneros literarios.

         El ensayo se establece como género de la mano de Miguel de Montaigne, un pensador francés cuya interesante vida, como proyecto educativo del padre, valdría la pena que fuera analizada por los pedagogos. Sin embargo, como dice Francis Bacon, el ensayo, como palabra, es nueva, pero la cosa es vieja. Allí están las cartas a Lucilio de Séneca y de Plinio o Cicerón, muchas veces verdaderos ejemplos de la meditación y la crítica; e incluso entre los griegos, si lo reflexionamos a detalle podríamos incluir a varios que sin saberlo estaban ejerciendo este género, como Gorgias o el mismo Platón.

         Un ejemplo de estos interesantes ensayos (actuales) que hacen los escritores mexicanos lo comenté brevemente la semana pasada con el libro La Generación Z y otros ensayos, de Alberto Chimal, editado por Conaculta para la colección El Centauro.

         La titánica labor de recopilación y selección de ensayos que llevó a cabo José Luis Martínez y que publicó el Fondo de Cultura Económica bajo el nombre El ensayo mexicano moderno es, además de loable, para el lector un verdadero deleite. Cada ensayista es un tipo de ensayo, suele decirse, porque cada ensayista tiene estilos reflexivos y literarios propios y de esa manera el ensayo, bajo los ojos de cada escritor, adquiere su propia tesitura. Así que definirlo de manera sistemática e inmovible no sería complicado, sino una falsedad.

         En esta recopilación, contrario a lo que pudiera pensarse porque los ensayistas tienden a elaborar una prosa directa, clara, sencilla y poco cercana a la poesía, los textos que más he disfrutado hasta el momento son los que escribieron aquellos a quienes se les conoce más por ser poetas. Tal vez porque juegan con los sentidos y con las palabras dentro de su ensayística. Uno de ellos es Ramón López Velarde, poeta de la patria para muchos por su poco leído y muy mencionado poema Suave patria.

         En sus ensayos, Ramón López Velarde no se constriñe en su prosa, sino que las imágenes poéticas abundan, las sensaciones, como ocurre en los poemas, se disparan en el lector y las sugerencias de lo dicho con lo no dicho son lapidarias unas veces, magistrales otras.

         Precisamente uno de sus ensayos, titulado “Obra maestra”, es el que quiero compartir con ustedes esta semana, y dejar que sea López Velarde el que sugiera, lo que tenga que sugerir, a los lectores.


OBRA MAESTRA
Ramón López Velarde

El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, define el signo del infinito con tal maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio.
         El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza.
         Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas.
         Con un hijo, yo perdería la paz para siempre. No es que yo quiera dirimir esta cuestión con orgullos o necias pretensiones. ¿Quién enmendará la plana de la fecundidad? Al tomar el lápiz me ha hecho temblar el riesgo del sacrilegio, por más que mis conclusiones se derivan, precisamente, de lo que en mí pueda haber de clemencia, de justicia, de vocación al ideal y hasta de cobardía.
         Espero que mi humildad no sea ficticia, como no lo es mi miedo al dar a la vida un solo calificativo: el de formidable.
         En acatamiento a la bondad que lucha con el mal, quisiera ponerme de rodillas para seguir trazando estos renglones temerarios. Dentro de mi temperamento, echar a rodar nuevos corazones sólo se concibe por una fe continua y sin sombras o por un amor extremo.
         Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida es casi divino.
         Quizá mientras me recreo con tamaña potestad, reflexiona en mí la mujer destinada a darme el hijo que valga más que yo. A las señoritas les es concedido de lo Alto repetir, sin irreverencia, las palabras de la Señora Única: “He aquí la esclava…” Y mi voluntad, en definitiva, capitula a un golpe de pestaña.

         Pero mi hijo negativo lleva tiempo de existir. Existe en la gloria trascendental de que ni sus hombros ni su frente se agobian con las pesas del horror, de la santidad, de la belleza y del asco. Aunque es inferior a los vertebrados, en cuanto que carece de la dignidad del sufrimiento, vive dentro del mío como el ángel absoluto, prójimo de la especie humana. Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.


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