Ficciones



“DO NOT DISTURB”[1]
Asmara Gay


I
La llamada
Estoy nerviosa. Hace más de diez años que no lo veo. Fue mi novio durante la Universidad. Nos dejamos de ver cuando me dijo que se iba a casar. Allí se rompió todo el encanto. Habíamos sido novios y luego amantes casuales, de temporada, de circunstancias.  
Era mi mejor amigo. Con él podía compartir todo, hasta las cosas más secretas, íntimas, que no le decía a nadie. El día que me dijo que se iba a casar me quedé patidifusa. Luego, cuando por casualidad lo vi junto a su novia me sentí fatal. Por eso lo dejé de ver. Supongo que se habrá preguntado por qué no fui a su graduación ni a su boda. Fue mejor así. Me encerré en mis libros, en mis estudios, en mis amigos.
            Rodrigo Zapatero me había estado tratando de localizar las últimas semanas en mi trabajo. Pero en la agencia de comunicación no le daban más dato que un tajante “no se encuentra”. Actualmente tengo mucho trabajo, entre sacar los boletines, la redacción de las editoriales, las entrevistas y los análisis legislativos me hallo rebasada. No me han puesto asistente y para el cúmulo de trabajo que hay hago lo que puedo. Esto se debe a que mi jefe es un codo, sí, un tacaño. No quiere contratar a alguien que me ayude a pesar de haberle dicho varias veces que me he tenido que dormir a las dos de la mañana haciendo el trabajo.
            Pero dejemos eso. Hoy es viernes y Rodrigo finalmente me ha podido localizar. Faltan dos horas para la cita. Así que me arreglo mientras llega la hora de dirigirme al restaurante Dinasty del Hotel Sheraton. ¿Cómo será Rodrigo ahora? ¿Habrá cambiado en algo? Lo recuerdo alto, fuerte,  moreno, con ojos de niño, candoroso, cariñoso. No me ha dicho mucho por teléfono, sólo que quería verme, que necesitaba platicar conmigo.

―Entonces a las 9 en el Dinasty ―dijo Rodrigo.
―Allí nos vemos, sé puntual ―le contesté.
―Tú también. Un beso ―ha colgado.

Me veo en el espejo. No he cambiado mucho. Al menos eso es lo que veo, pero yo me veo a diario así que no soy una fuente creíble. Dos o tres kilos que se han alojado aquí y allá. El cabello. Sí, lo traigo más corto. Y unas pocas arrugas con las que lucho cotidianamente.
Utilizo el vestido negro con volados. Disimula esos kilitos y acentúa la feminidad. Los zapatos… sí, los Guess, que son sexys. Un poco de maquillaje por aquí, las sombras, el delineador y el lápiz labial. ¡Listo! Veamos qué pasa.


II
El encuentro
 Como siempre, soy la primera en llegar. He pedido una copa de vino tinto mientras espero. Algo me dice que estas llegadas tarde, estas esperas, son a propósito. A mí no me gusta hacer esperar a la gente, es una falta de respeto y una pérdida de tiempo. Carpe diem, como decían los romanos…
            Al fin llega. Cerca de las 9:30. Me ha dicho que se ha retrasado porque había mucho tránsito. Claro, es viernes. Hay que salir con anticipación.
            Me abraza, me besa, me dice que me ha extrañado. Yo sólo lo escucho y lo miro. Se sienta.
            ―¿Qué estás tomando? ―me pregunta observando mi copa.
            ―Cabernet-malbec, cosecha 2004, de Freixenet ―le contesto de memoria (aún conservo la pasión por los vinos).
            ―Mesero… Tráigame una copa igual, por favor, y su carta ―dice y voltea a ver mi rostro―. ¿Ordenamos ya? Tengo mucha hambre. Comí algo ligero por la tarde. Estaba nervioso, por verte.

            Pedimos una parrillada de carnes y, a petición mía, una parrillada de verduras para equilibrar la comida.

            ―¿Qué ha sido de tu vida? ―le pregunto tomando la copa de vino y la observo, la acaricio sin llevarla a mis labios.
            ―No me ha ido mal ―contesta―. Trabajo en un bufete, en el que he crecido profesionalmente. Están a punto de proponerme como socio del mismo ―mi cara es de asombro. No recordaba que era abogado.
            ―Oye, ¡qué bueno! Te felicito ―le digo―. Siempre fuiste muy inteligente, trabajador y esforzado.
            ―Y honesto ―interviene―. Por eso no soy rico.
            ―Es cierto. Y honesto. Por eso no somos ricos… ―coincido.
            ―Y a ti, ¿cómo te va? ¿Tu jefe es muy gruñón? ―me pregunta al tiempo que sonríe.
            ―Ya te contestó por teléfono, ¿verdad? ―arqueo mis cejas y él ríe. Mientras, trato de acomodar mis pensamientos para darle una respuesta certera―. Mi jefe es buena persona, pero muy codo. Estoy con el trabajo hasta el cuello y me sigue dando proyectos. Le he pedido un asistente desde hace más de un año pero sólo me da largas.
            ―Quizás eso quiere decir que te ve preparada, que cree que puedes sacar el trabajo.
            ―Yo no lo siento así ―exclamo―. Siento que no me apoya. Estoy tronando y a él no le importa, con tal de que saque el trabajo y el dinero de sus proyectos… ¿Sabes cuánto gana por proyecto? De menos, doscientos mil pesos… y a sus trabajadores les paga tres mil. ¿Es eso justo?
            ―Me imagino que no. Pero por qué sigues ahí si estás tan enojada.
―Porque a agencia que vaya es igual. El problema es este país ―a estas alturas la entonación de mi voz ha subido y la gente de las mesas de al lado voltean a vernos.
―Tienes razón… Mmmm… Cambiemos de tema. No me gusta verte enojada ―toma su copa y mira a otra parte.
―Lo siento ―me sonrojo y trato de respirar pausadamente para volver a mi voz y color normales―. No te veo desde hace… ¿cuánto tiempo hace que no nos vemos?
―Once años.
―¿Once años? Guau, eso sí que es tiempo… ¿Sigues casado con…?
―¿Sandra? No. Nos divorciamos hace siete años. Luego me volví a casar, con una empresaria. Se llama Verónica. Tampoco funcionó. Me divorcié hace tres. Y de vez en cuando salgo con alguien, pero nada en serio. ¿Y tú, guapa? ¿Te casaste, tienes hijos? ¿Él sabe que estás aquí conmigo…? ―me dirige una mirada pícara, de complicidad, como las que acostumbraba a lanzarme cuando quería mostrarse osado conmigo. Cruzo la pierna.
―Ni me casé ni tengo hijos ―respondo con el color otra vez subido en el rostro―. He tenido algunas parejas. Pero… Son demasiado demandantes y el trabajo también lo es. Así que he tenido que elegir a uno u otro.
―Y siempre has elegido el trabajo, ¿cierto? ―una risita sobresale de su boca.
―¡Ay, mira! ―lo interrumpo―, aquí llega la comida. ¡Qué pinta tiene! Y qué olor.
―Mesero… ―dice Rodrigo deteniendo al mesero que ya se marchaba― Traiga la botella, por favor.



III
Rodrigo rompe el silencio
Hemos comido ya y pedimos dos digestivos. Rodrigo, como siempre, un whisky en las rocas; yo prefiero el cognac, y la ocasión lo vale. Ha cambiado. Algunas canas que lo vuelven interesante y se ha puesto fuerte, probablemente esté haciendo pesas. El cuerpo que tiene no lo tenía cuando lo dejé de ver.

            ―Te ves un poco cansada, pero sigues igual de guapa. ¿Sabes qué me ha gustado siempre de ti?
            ―¿Además de mi busto? ―le digo a bocajarro y lanzo una mirada socarrona.
            ―Sí, además de esos enloquecedores senos que tienes ―contesta mirándome a los ojos y bajando la mirada hasta mi pecho, donde se detiene.
            ―¿Qué? ―la pregunta devuelve su vista a mis ojos cafés, que esperan una respuesta.
            ―Tu sensual inocencia ―dice―. Esa perversa inocencia que enloquece a cualquiera.

Me quedo en silencio. Sus palabras me llevan de vuelta al pasado. Los recuerdos transitan por mi mente.

            ―¿Te puedo hacer una pregunta? ―lo interrogo, regresando mi mente al momento actual.
            ―Dime ―sus ojos están serenos, a pesar de saber que le voy a preguntar algo que preferiría no contestar.
            ―¿Por qué te casaste?
            ―Oh ―exclama―. Esa es una pregunta difícil para cualquier hombre ―hace una pausa―. Sandra se quería casar y yo estaba en ese momento con ella. Así que nos casamos.
            ―¿Así de fácil? ―pregunto sorprendida. Nunca hubiera creído que un hombre se casara con una mujer sólo porque estaba allí, en el momento en que ella quería casarse…
―Sí, así de fácil ―contesta con firmeza, esperando que la conversación se dirija hacia otra parte.
―Bueno ―intento disimular mi molestia―, ¿tuviste hijos?
            ―No. No quiero tener hijos. Soy demasiado egoísta. Y los niños también. No combina.
            Silencio entre los dos. Sólo miradas.
            ―Te extrañé mucho ―Rodrigo rompe el silencio, es claro que no ha venido a hablar de otras personas, sino de él y yo―. Eres mi mejor amiga y la mejor amante que he tenido.
            ―También te he extrañado ―me detengo un momento, reflexiono―. A veces me sentía perdida, ¿sabes? Es decir, sin ti, sin nuestras pláticas, sin nuestros encuentros.
            ―Todo eso va a cambiar. Lo he pensado mucho. Por eso te he llamado… ―toma mi mano, la besa.
            ―¿Por qué te quedas en silencio? ¿Qué quieres decirme? ―mis ojos se han clavado en los suyos, tan negros, tan oscuros. ¿Qué esconden?
            ―No quiero decírtelo aquí. He alquilado una habitación en el hotel. ¿Quieres subir conmigo?


IV
La curiosidad mató al gato…
Subimos.
Rodrigo me toma por la cintura al entrar en la habitación. Comienza a besar mi cuello. Mientras lo hace toma la señal de “Do not disturb” y la pasa del otro lado de la puerta.
            Besa mi boca lentamente. Sus manos se mueven por todo mi cuerpo. Empieza a desnudarme. Quiere poseerme. No llegamos a la cama. Me tumba sobre el suelo.
           
―Mmm, te extrañé tanto ―exclama―. Te quiero.

De pronto, ya no estoy segura de querer hacerlo. Con una mano tapo mi pecho y con la otra lo separo para incorporarme.

―¿Qué pasa? ―pregunta.
―Todavía no me has dicho por qué me has llamado ―contesto al tiempo que voy poniéndome la ropa de nuevo.
―¿Es que quieres saberlo ahora? ―su voz suena tierna, cariñosa, besa mi oreja―. ¿No podríamos terminar primero?
―Me gustaría saber antes a qué me enfrento ―contesto con la voz decidida y un poco dura.
―Las mujeres… ―exclama―, siempre tan calculadoras.

No digo nada más y mis ojos siguen sobre los suyos, esperando una respuesta.

―No quiero perderte ―Rodrigo me abraza y huele mi cabello―. No quiero volver a alejarme de ti. Quiero que vivas conmigo. Hacer lo que debí hacer hace once años. Por eso te he llamado.
            ―¿Me estás proponiendo matrimonio? ―pregunto.
            ―No. No quiero volver a casarme ―contesta desviando la mirada y soltándome―. Es mucho lío, muchos papeles y muchas tonterías. Sólo te pido que vivamos juntos.
            ―Vivir contigo… ―si hace once años me lo hubiera propuesto, sin duda lo hubiera aceptado, cual cordero...
            ―¿Qué decides? ―insiste.

            De pronto ya no estoy allí. Estoy atrás, muy atrás. Mi vida con él, mi pasado con él; los rumores, los chismes, el desasosiego. Las experiencias, lo que ha sido de mí estos once años. Veo a mi familia, la soledad, el trabajo. Vivir con él… Por primera vez, en una relación, me cuestiono sobre lo que yo quiero. Han pasado once años en los que me pesó mucho el recuerdo de Rodrigo. Éste siempre se interpuso en mis relaciones sentimentales, siempre fue paradigma de ellas y causa latente de mis rompimientos. Pienso en mi padre, en mi madre. Date a respetar, me decían. Nunca hice caso de este consejo. Me pareció pasado de moda, ajeno a los tiempos que corren. Apenas me doy cuenta que estaba equivocada. Los hombres, sobre todo ellos, reaccionan de acuerdo a sus instintos y a sus normas morales.

            ―Lo siento… ―termino de ponerme la ropa y me dirijo a la puerta.
            ―¡¿Por qué?! ―¡vaya!, no se había cuestionado la posibilidad de un rechazo.

Sin responder, dejo la habitación. Se queda sentado, en calzoncillos, con la mirada sobre el suelo.
Camino por la calle, percibo el aliento de la noche. De pronto, me siento liviana, ligera, feliz. Algo cambió en mí en una noche. Sólo me falta cambiar una cosa: un trabajo en el que se me ha ido la vida.



[1] Cuento ganador del segundo lugar en el V Certamen Literario del Ateneo José Arrese. Octubre de 2010.



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