martes, 3 de marzo de 2015

El cuento y sus complicaciones / Tercera y última entrega




Hasta aquí he comentado aspectos generales de los cuentos. Es decir, la esencia de lo que debería contener un buen cuento y no me he detenido (ni me voy a detener) en cuestiones particulares que pertenecen claramente a teorías personales de los cuentistas: si el cuento debe omitir los detalles más importantes y nunca revelarlos (como le dijo Ernest Hemingway a Georges Climpton en una entrevista), si el cuento cuenta dos historias (como propone Ricardo Piglia en su Tesis sobre el cuento) o si se escribe para hacer pensar a los lectores (como afirmaba Guy de Maupassant en el prefacio a Pierre et Jean en 1888). Sólo abordaré dos condiciones más que Enrique Anderson Imbert destaca en lo que expone para discutir el cuento y que, desde mi punto de vista, no sólo son propias de los cuentos, sino del arte literario en general.
 
Un cuento capta nuestro interés […] y, por mucho que se apoye en un suceder real, revela siempre la imaginación de un narrador individual
 
Desde los antiguos relatos, las composiciones literarias buscan captar el interés de oyentes o lectores. Para esto, los narradores trabajan con diversas estrategias con las cuales seducir a su público: no dar toda la información de lo que se está contando, jugar con los sentidos de las palabras o añadir a la prosa o a la poesía figuras de dicción para que un texto se vuelva elocuente. Todas estas prácticas están ceñidas a la base de la creación literaria que expuso Edgar Allan Poe en el siglo xix: la unidad de efecto. Este efecto es la materialización del interés, porque se atrapa la atención para dejar una impresión determinada. De no ser así, el interés que se ha forjado en los lectores se tornará baladí. Un cuento será interesante en la medida en que quienes lo escuchan o lo lean sientan una emoción precisa. Esta concreción del interés, el efecto, se regula a través de los medios que se usan para captar la atención y de esta manera una obra se vuelve orgánica. No debe olvidarse que la atención no es un fin, sino un medio para conseguir una impresión. En “El corazón delator”, por ejemplo, Edgar Allan Poe, desde las primeras líneas, atrapa el interés de los lectores mostrando el conflicto del personaje: el narrador intenta convencernos de que no está loco por haber matado al viejo con el que vivía. No hay, en este cuento, un momento en que el narrador permita relajación para el lector, sino que todo cuanto dice y todas las acciones que revela serán imprescindibles al final del relato, pues a través de la viva locura del personaje el narrador deja angustia y cierto desconsuelo en los lectores que notan la tímida franja que hay entre la demencia y la cordura.
Otro aspecto a tomar en cuenta con respecto del interés recae en uno de los numerales que Gabriel García Márquez señala en “Advertencias de un escritor”: “Cuando uno se aburre escribiendo, el lector se aburre leyendo”. Como indica Gabo, la escritura ha de ser gozosa para quien escribe; lúdica, como dijo en repetidas ocasiones Julio Cortázar. Si alguien está aburrido mientras compone un cuento difícilmente obtendrá la atención del lector, por más bien redactada que esté una historia. Es más, el mismo aburrimiento se apreciará en lo que aquel ha trazado. Este dato es sensible, pues muchos escritores creen que porque un relato ha salido de su imaginación, o posee cierta técnica, funcionará irremediablemente, e incluso consideran que el aburrimiento que pueda provocar en los lectores será por la torpe lectura que se haga de su obra. Al iniciar su camino por las letras, es frecuente que varias personas estimen que basta con que lo que escriben les funcione a ellos y no les importe, en principio, que su obra guste o no a los demás. De tal manera olvidan o desconocen estos autores que la literatura es también un proceso de comunicación y, en ese sentido, el mensaje y lo que se expresa en un escrito establece una relación comunicativa, buena o mala, con los lectores. En una entrevista publicada en The Paris Review, Katherine Anne Porter es clara al respecto: 
[…] dominé mi oficio lo mejor que pude. Hay una técnica, hay un oficio, y una tiene que aprenderlo. Bueno, yo lo hice tan bien como pude, pero ahora lo único que me interesa es contar una historia. Tengo algo que contar y que, por alguna razón, creo que vale la pena de ser contado, así que quiero contarlo tan clara y pura y simplemente como pueda. Pero he pasado al menos quince años aprendiendo a escribir. Practiqué la escritura de todas las formas que pude. Escribí un pastiche de la escritura de otras personas, imitando al Dr. Johnson y a Laurence Sterne y a Petrarca y los sonetos de Shakespeare, y entonces traté de escribir a mi manera. Pasé quince años aprendiendo a confiar en mí misma: a eso se reduce todo. Es como un pianista que recorre sus escalas durante diez años antes de dar un concierto: porque cuando da ese concierto no puede estar pensando en sus dedos o en sus manos; tiene que estar pensando en su interpretación, en la música que está tocando. Está pensando en lo que está tratando de comunicar. Y si en ese momento no ha perfeccionado la técnica, entonces no puede dar ningún concierto. 
El arte literario está destinado, siempre, para otros. Se crea arte no para satisfacer una condición individual, vital, que es válida y que será el motor de un artista para que éste siga construyendo sus obras, sino para “agradar o enseñar a los demás”, como refiere John Ruskin en su ensayo “La puerta estrecha del arte”. Sobre este aspecto, hay un cuento muy interesante de Juan García Ponce, “Cariátides”, que dilucida al arte precisamente en esa zona tan susceptible en que un autor puede perderse: la incomprensión del artista por el rechazo a su actividad y el rechazo de éste a la sociedad de la que emerge por su idealización al arte. Observemos que la cuestión del interés que se elabora en una obra rebasa a la obra misma y que la técnica no es suficiente para que un lector quede atrapado en la historia que se le está contando, sino que tal técnica está supeditada a la impresión que deja en los lectores, pues al final un autor escribe para ellos (¿de qué otra forma se concebiría el interés que un autor forja en un texto…?).
         Por otra parte, no es suficiente que la historia que vamos a narrar sea real para que funcione como cuento. “El cuento no es un recorte de periódico. No es realismo”, expresó William Carlos Williams en A Beginning in the Short Story, porque el cuento la literatura toda está cimentado en la mentira antes que en la verdad. Cito otra vez a Williams: “la transcripción de un hecho no es en sí mismo ni por esa razón un cuento”. Un autor puede recuperar una anécdota de la vida cotidiana, pero tal anécdota no es en sí misma un cuento, pues, como se habrá visto en lo que se ha considerado en estas entregas, los elementos que integran un cuento están encadenados al efecto de impresión que produzca en los lectores (intensidad, tensión, suspenso narrativo, trama, etc.), y en este sentido a la imaginación que un autor establece con la imaginación de los lectores.
Supongamos que alguien está empeñado en explicar que lo que cuenta es real, que su relato está basado en algo que a él le pasó y con ello intenta convencer a sus lectores que sólo por esta razón lo que se lee es un cuento. La explicación del autor es inaceptable porque no contribuye a la relación narrativa que posee su texto. Incluso, en ocasiones tal explicación parece un pretexto para ignorar los errores o detalles que no están bien planteados en un escrito. Seamos directos desde ahora: la calidad artística de un cuento no depende de la verdad de la anécdota que se cuenta. La verdad en un cuento sólo es importante si ella está metida en el relato; es decir, en función de la creación misma. Si a alguien se le ocurre incluir dentro de la historia que es verdadera, como ocurre en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, o en Los demonios de la lengua, de Alberto Ruy Sánchez, tal aseveración se lee como parte de la historia misma, como un truco literario, por llamarlo de algún modo, para atrapar la atención de los lectores. Es un elemento literario más del tejido narrativo y no presupone que por éste el relato esté logrado. Quizá sea verdad o quizá sea mentira, pero eso a los lectores no nos importa, sino la manera en que esta aserción funciona con respecto de la unidad del cuento.
Así, un cuento es imaginación, pues la imaginación es la que pesa al crear, en la forma que su autor desea, la anécdota que recupera. Al arte no le interesa la verdad, sino las mentiras bien contadas, o como apuntó Mario Vargas Llosa en su ensayo “La verdad de las mentiras”:  
“Las cosas no son como las vemos sino como las recordamos”, escribió Valle-Inclán. Se refería sin duda a cómo son las cosas en la literatura, irrealidad a la que el poder de persuasión del buen escritor y la credulidad del buen lector confieren una precaria realidad.
Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa. 
Pero estas mentiras, que quede claro, no implican que el efecto que producen en los lectores sea falso, o que no revelen una condición verdadera de la condición humana. Estas mentiras se escriben y se leen porque a través de ellas el hombre vuelve a inventarse, pues éste no sólo vive de verdades, sino de mentiras que lo acompañan y enriquecen su existencia, aunque sea transitoriamente.
         Por último quiero decir, como lo referí al principio citando al gran García Márquez, que no hay meta que más anhele un escritor que ésta: “que me quieran por un buen cuento que conté…”, porque, como se habrá visto, la literatura es un oficio difícil en donde uno sueña los sueños del mundo, pero a través de la técnica y la palabra, aunque sabe que esto no es garantía de que su pluma sangrante revele el espíritu y la voluntad con la que intenta componer su literatura. 
Me pregunta usted qué es un cuento y tengo la mejor voluntad de contestarle; es más, creo que ha dado con el cuerno de la abundancia, con la fuente, con el Wall Street, de esa riqueza. Mucho se habla del cuento y todos identificamos el género. Mire usted, en el diccionario leemos: “Relato de un suceso”. ¡Nada más hilarante!, y añade “Fábula o conseja”, ¡qué despropósito! Bueno, ¡parece que la Real Academia no sabe qué es un cuento! Y, amiga, si no lo sabe la Academia… Pero veamos: un cuento…
Guadalupe Dueñas
 

 
 


 
 
 

Referencias:
Anderson Imbert, Enrique. Teoría y técnica del cuento. Barcelona: Ariel, 2006.
Font, Carme. Cómo diseñar el conflicto narrativo. Barcelona: Alba, 2009
López, Carlos (comp.). Decálogos, mandamientos, consejos y preceptos para oficiantes de la escritura. México: Praxis, 2006.
Kohan, Silvia Adela. La acción en la narrativa. Barcelona: Alba, 2006
Poe, Edgar Allan. Escritos sobre poesía y poética. España: Hiperión, 2009.
Vargas, Llosa. “La verdad de las mentiras”, en La verdad de las mentiras. Madrid: Punto de lectura, 2007, pp. 15-32.
Zavala, Lauro (ed.). Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas. México: UNAM, 1997.
———. Teorías del cuento II. La escritura del cuento. México: UNAM, 1997.
———. Teorías del cuento III. Poéticas de la brevedad. México: UNAM, 1997.
———. Teorías del cuento IV. Cuentos sobre el cuento. México: UNAM, 1998.