domingo, 22 de diciembre de 2013

Mi historia con Helena



El que no sirve para servir no sirve para vivir.
Rabindranath Tagore parafraseado en una hoja de papel en la oficina de Helena Beristáin.


Algunos la recordarán por su Diccionario de retórica y poética, para muchos su mayor contribución; otros pensarán en ella como la maestra generosa y lúcida cuyos alumnos favoritos se encontraban en el semillero de conciencias que es la Escuela Nacional Preparatoria; unos más la tendrán presente como académica, aunque el origen de su pasión por la literatura se hallase en la escritura y en el entendimiento de las técnicas literarias que sin recelos compartía con sus alumnos y a través de sus libros; unos menos evocarán incluso con nostalgia las peleas irremediables que sostuvo con Rubén Bonifaz Nuño, su amigo de antaño, por lo que ambos creían defender: su Universidad;  …y yo la rememoro como el capitán del barco que en 1998 giró el timón de lo que era mi vida en aquel momento y me dio un sinfín de enseñanzas literarias, académicas y morales, que torpe y lentamente he ido asimilando desde entonces.

         Conocí a la Dra. Helena Beristáin cuando un día de otoño de aquel 1998 decidí enfrentar mis miedos y acercarme al Instituto de Investigaciones Filológicas para hacer mi servicio social. Yo quería hacerlo con Esther Cohen. En aquellos días estaba demasiado entusiasmada con la semiótica y había leído que ella había sido alumna de Umberto Eco… Llegué con el policía de la puerta y tímidamente le dije a lo que iba. Él, muy amable, me llevó con la Secretaria Académica, quien, afable también, me preguntó lo que me gustaba leer, de qué carrera procedía, etcétera (a estas alturas me estaba percatando de la extraña situación en la que yo misma me había metido: eso de ir a un Instituto y sin conocer a los investigadores tratar de trabajar con ellos no era la norma). Me envió al cubículo de Esther, quien acababa de ser nombrada Coordinadora del Seminario de Poética. Excusándose me dijo que en ese momento su vida había dado un vuelco por las responsabilidades de la coordinación (después de felicitarla por el nombramiento me dejó en claro que no las quería) y me indicó que la persona que en esos momentos estaba saturada de trabajo en el Instituto era la Dra. Helena y que yo podía serle más útil a ella. Un poco decepcionada entré al cubículo de la Dra. Helena y allí, en esa plática que duró alrededor de hora y media, comenzó mi aprendizaje. Me habló de la retórica, de cómo la Dra. Paola Vianello la había introducido en México como disciplina a estudiar; de su importancia en las civilizaciones, no sólo en la literatura; de la negación de apoyo que el director de la Facultad de Derecho le había dado como respuesta cuando le solicitó que se hiciera un Congreso Internacional de Retórica en México (el de 1998) con instituciones en conjunto, cuando la retórica había nacido a través del derecho…; de la necesidad de estudios retóricos interdiciplinarios; de Bitácora de Retórica y los libros que habían comenzado a publicarse y los que estaban en proceso. Me habló también de que había dejado de fumar y cómo estaba convenciendo a sus amigas para que dejaran de hacerlo, que ella nunca habría fumado de haber sabido lo dañino que era, que había pegado alrededor de donde vivía y trabajaba calaveras fumadoras para que todos supieran que fumar mata (para aquella época podía verse todavía pegada en la pared al lado de la puerta de entrada del Seminario de Poética una de estas calaveras fumonas). Después me contó algo, muy poco, sobre sus hijos, su esposo, su nieto Marcelo, pero cada palabra con que los evocaba poseía la capacidad de ser intensamente conmovedora. Y para concluir me habló de mi perspectiva de vida (ahora me doy cuenta de que ella tenía muy claro lo que quería decirme, desde dónde quería partir y hasta dónde quería llegar). Me dijo que para tener las mejores oportunidades debía sacar las mejores calificaciones, y en ese sentido sólo había una meta: el 10. Desde entonces “diez” se volvería el parámetro con que yo misma calificaría mis acciones. Mi mediocridad, mi pereza intelectual, mis evasiones y conformismo lucharon por mantenerse durante los cinco años en que trabajé para ella (hice mi servicio social, fui becaria y técnico académico dentro del proyecto), pero ese diez se había metido profundamente en mi conciencia y fue la lanza de ataque que empezaría a ordenar mi vida. Contrario a lo que pudiera pensarse nunca me pidió mis calificaciones –se hubiera ido de espaldas con las calificaciones que en ese momento tenía en Ciencias de la Comunicación-; sólo creyó en mí y dejó que sus palabras, por sí solas, enderezaran mis actos. Me dio una ponencia que se había presentado en el Congreso de retórica que había organizado y me dijo que cuando la tuviera corregida se la regresara. Una semana después se la estaba devolviendo y me entregaba a su vez otra ponencia, así estuvimos por algunos meses hasta que se encariñó conmigo y me felicitó por mi interés, mi disciplina y mi inteligencia que, sin saberlo -no se lo dije nunca- ella había despertado. Al salir de su oficina, después de aquel primer encuentro, tenía sensaciones confusas: no iba a desarrollar la semiótica que tanto interés me provocaba, pero me había quedado con la retórica, que creía por debajo de aquélla…; no iba a estar con Esther sino con una maestra a la que no conocía, pero que, sin saberlo, sería vital en mi formación durante los años siguientes, y abrasaba en mis manos aquellos papeles porque había entrado al maravilloso arte oficio de hacer libros.