domingo, 23 de junio de 2013

En defensa del libro



¿De qué sirve enseñar a leer a nuestros niños, si no se les proporcionan facilidades para adquirir libros? Las llaves de los conocimientos son inútiles para quien no tiene a su alcance el libro que ha de abrir con ellas.
Domingo Faustino Sarmiento

En octubre este blog cumple el primer año. La razón de que se llame Entre libros tiene que ver con la idea de algunos internautas, entre ellos libreros, de que la desaparición del libro es inminente. He intentado responder con este blog sobre la necesidad de los libros en la vida humana, pues sin libros, en definitiva ésta se volvería, además de mecánica, algo que tiene que ver con estados más primitivos del ser humano, aunque no nos demos cuenta.

         Esto que comento el día de hoy, y que expuse brevemente en el primer texto que compartí con ustedes, me lo viene a confirmar un libro que compré recientemente en Xalapa, Veracruz, Elogio y defensa del libro de Ernesto de la Torre Villar, publicado por la Dirección General de Publicaciones de la UNAM en 1977 y reeditado por su importancia en los años 1990 y 1999.

         En este libro acompañamos al profesor De la Torre a diversos momentos en que el libro sufrió descalabros en Latinoamérica. Por un lado, en México en el año de 1975 se intentó controlar qué se publicaba y cuánta importación debía haber. Esto en perjuicio de una comunicación amplia de ideas provenientes del extranjero y que estuvieran en diálogo con los mexicanos. José de la Colina, Octavio Paz, Carlos Monsiváis, entre otros, firmaron una petición para echar atrás tal medida restrictiva. Interesante es que dicha medida haya emergido no del gobierno sino de libreros que intentaban cerrarle el paso a editoriales extranjeras con el fin de obtener mayores ganancias en el país.

         Un segundo momento que nos comparte De la Torre Villar es cuando durante el siglo XIX José María Luis Mora, José Joaquín Fernández de Lizardi y Domingo Faustino Sarmiento, junto con Andrés Bello, en sus respectivas latitudes promovieron el libro e intentaron que éste llegara a las clases más desfavorecidas, pues eso nos iba a llevar a tener un pueblo culturalmente fortalecido, independiente, un desenvolvimiento de la inteligencia que nos llevarían más cerca de los ideales de la República. Su mirada, sobre todo, estaba puesta en dos aspectos: la difusión de las bibliotecas y la traducción de los libros que eran inaccesibles para que fuera accesible en todos los sectores sociales.

         En México, estos dos aspectos empezarían a alcanzarse en el siglo XX con José Vasconcelos, aunque de ninguna manera se ha llegado a la meta, cuando no sólo hay bibliotecas insuficientes sino escuelas, y los niños todavía tienen que desplazarse de comunidades alejadas para tener la posibilidad de estudiar. En ese sentido es ignominiosa la manera en que los políticos reparten los recursos destinados a educación, de por sí pocos, y que, como en el caso del exgobernador de Tabasco, terminan en cuentas particulares ignorando las necesidades culturales de su pueblo.

         Otro aspecto del que habla el maestro De la Torre es jurisprudencialmente admirable, pues, a diferencia de lo que ocurre con algunas repúblicas en la actualidad, los reyes católicos, Fernando e Isabel, impidieron que se les gravara cualquier tipo de impuesto a los libros porque eso “es provecho universal de todos y en ennoblecimiento de nuestros Reynos”.  De manera que una persona que ama a su patria intentará que los integrantes de ésta se desarrollen de la mejor manera posible, no sólo para que tenga mejores posibilidades económicas, sino porque la educación a través de los libros posee una fuerza transformadora social. Las letras, las artes y las ciencias forman a los individuos en carácter, en conciencia y como personas útiles a su sociedad.


jueves, 13 de junio de 2013

Descubriendo a los poetas ensayistas mexicanos



He descubierto con gran placer en mis últimas lecturas, para una clase que estoy preparando de taller de ensayo, que el ensayo mexicano es de una riqueza literaria enorme, que afortunadamente para nosotros el ensayo no se acabó con Alfonso Reyes ni Octavio Paz, aunque muchos maestros se dediquen para enseñarlo exclusivamente a ellos o al ensayo inglés, que es magnífico y hay que leerlo, pero que al dedicarnos sólo a ellos estamos dejando de lado voces literarias, divagadoras y reflexivas tan interesantes como las de Ramón López Velarde, Martín Luis Guzmán o Amado Nervo, a quienes se conoce a través de otros géneros literarios.

         El ensayo se establece como género de la mano de Miguel de Montaigne, un pensador francés cuya interesante vida, como proyecto educativo del padre, valdría la pena que fuera analizada por los pedagogos. Sin embargo, como dice Francis Bacon, el ensayo, como palabra, es nueva, pero la cosa es vieja. Allí están las cartas a Lucilio de Séneca y de Plinio o Cicerón, muchas veces verdaderos ejemplos de la meditación y la crítica; e incluso entre los griegos, si lo reflexionamos a detalle podríamos incluir a varios que sin saberlo estaban ejerciendo este género, como Gorgias o el mismo Platón.

         Un ejemplo de estos interesantes ensayos (actuales) que hacen los escritores mexicanos lo comenté brevemente la semana pasada con el libro La Generación Z y otros ensayos, de Alberto Chimal, editado por Conaculta para la colección El Centauro.

         La titánica labor de recopilación y selección de ensayos que llevó a cabo José Luis Martínez y que publicó el Fondo de Cultura Económica bajo el nombre El ensayo mexicano moderno es, además de loable, para el lector un verdadero deleite. Cada ensayista es un tipo de ensayo, suele decirse, porque cada ensayista tiene estilos reflexivos y literarios propios y de esa manera el ensayo, bajo los ojos de cada escritor, adquiere su propia tesitura. Así que definirlo de manera sistemática e inmovible no sería complicado, sino una falsedad.

         En esta recopilación, contrario a lo que pudiera pensarse porque los ensayistas tienden a elaborar una prosa directa, clara, sencilla y poco cercana a la poesía, los textos que más he disfrutado hasta el momento son los que escribieron aquellos a quienes se les conoce más por ser poetas. Tal vez porque juegan con los sentidos y con las palabras dentro de su ensayística. Uno de ellos es Ramón López Velarde, poeta de la patria para muchos por su poco leído y muy mencionado poema Suave patria.

         En sus ensayos, Ramón López Velarde no se constriñe en su prosa, sino que las imágenes poéticas abundan, las sensaciones, como ocurre en los poemas, se disparan en el lector y las sugerencias de lo dicho con lo no dicho son lapidarias unas veces, magistrales otras.

         Precisamente uno de sus ensayos, titulado “Obra maestra”, es el que quiero compartir con ustedes esta semana, y dejar que sea López Velarde el que sugiera, lo que tenga que sugerir, a los lectores.


OBRA MAESTRA
Ramón López Velarde

El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, define el signo del infinito con tal maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio.
         El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza.
         Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas.
         Con un hijo, yo perdería la paz para siempre. No es que yo quiera dirimir esta cuestión con orgullos o necias pretensiones. ¿Quién enmendará la plana de la fecundidad? Al tomar el lápiz me ha hecho temblar el riesgo del sacrilegio, por más que mis conclusiones se derivan, precisamente, de lo que en mí pueda haber de clemencia, de justicia, de vocación al ideal y hasta de cobardía.
         Espero que mi humildad no sea ficticia, como no lo es mi miedo al dar a la vida un solo calificativo: el de formidable.
         En acatamiento a la bondad que lucha con el mal, quisiera ponerme de rodillas para seguir trazando estos renglones temerarios. Dentro de mi temperamento, echar a rodar nuevos corazones sólo se concibe por una fe continua y sin sombras o por un amor extremo.
         Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida es casi divino.
         Quizá mientras me recreo con tamaña potestad, reflexiona en mí la mujer destinada a darme el hijo que valga más que yo. A las señoritas les es concedido de lo Alto repetir, sin irreverencia, las palabras de la Señora Única: “He aquí la esclava…” Y mi voluntad, en definitiva, capitula a un golpe de pestaña.

         Pero mi hijo negativo lleva tiempo de existir. Existe en la gloria trascendental de que ni sus hombros ni su frente se agobian con las pesas del horror, de la santidad, de la belleza y del asco. Aunque es inferior a los vertebrados, en cuanto que carece de la dignidad del sufrimiento, vive dentro del mío como el ángel absoluto, prójimo de la especie humana. Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.


jueves, 6 de junio de 2013

Generación Z.y.x


Hace muchos años, cuando estudiaba en la Universidad, Douglas Coupland publicó un libro que fue emblemático entre los que éramos jóvenes en aquella época: Generación X. En este libro, prácticamente olvidado ahora, Coupland afirmaba que lo que caracterizó a los chicos de ese momento —a diferencia de nuestros padres que habían sido muchachos en la década de los setenta— era una gran apatía por todo lo que tuviera que ver con la política, un enorme desencanto por las promesas no cumplidas (pues la idea con que nos forjaron nuestros padres: estudia para que tengas un mejor futuro, se había diluido porque o no encontrábamos trabajo o los salarios se habían pauperizado), una fuerte adicción a la televisión y a la tecnología y, en fin, una dispersión de ideas, de gustos, que realzaba nuestra desorientación e incertidumbre.

         Precisamente por lo anterior, nadie en sus cinco sentidos quería ubicarse en dicha generación. Todos, o casi, hubiéramos querido ser los chicos ejemplares y triunfadores que esperaban en casa, pero a nuestro alrededor la situación nos empujaba al lado contrario, incluida nuestra falta de voluntad para luchar contra la adversidad.

         De manera lúdica, Alberto Chimal (Estado de México, 1970) retoma el concepto de Coupland para renombrarlo, Generación Z, bajo dos nociones-apartados, una melancólica y la otra con el espíritu que, podríamos decir, caracterizó aquella generación, el espíritu de los zombis.

         En Melancólica, Alberto nos narra brevemente la historia de la generación de escritores de aquella época. La manera en que, desde afuera, se veía a la generación como sin propuestas literarias, sin poéticas y sin la obra maestra que se esperaba de los jóvenes. A la vez que advierte que esta noción es falsa, revela algo que ciertamente estaba en el espíritu de aquellos que escribíamos en ese momento: el tiempo, la memoria y la experimentación.

         Las narraciones estrambóticas, sórdidas algunas de ellas, la excesiva contemplación de muchos de los narradores en cuentos en que no pasaba nada, los paisajes urbanos, contemporáneos, en relatos que se apartaban de la función social de la literatura, y personajes desalentados o que develaban un mundo absurdo. La escritura había sido para algunos de nosotros la única isla en la que todavía podíamos habitar, jugar, escondernos, soportar el presente.

         Aunado a esto, al parecer (pensé que sólo había sido mi caso), la difusión de los escritores en ese momento era tan mala y los apoyos tan escasos que muchos nos apartamos del medio literario por años. Algunos dejaron de escribir. Otros hicimos más grande nuestra isla.

         En Zombi, Alberto dice:

Ahora da la impresión de que ocurrió de la noche a la mañana: el grupo del tiempo y la memoria, que no había terminado de destacarse ni ofrecido una obra maestra, dejó de representar una tendencia mayoritaria porque la mayoría de sus autores, nada más porque sí dejó de escribir. Ésta, y no las que le han colgado luego, es la derrota de la narrativa de mi generación: todas se desgastan, por supuesto, y en ese desgaste todas demuestran la necesidad de la persistencia (la verdad de la imagen de la escritura literaria como una carrera de resistencia), pero lo sucedido fue el equivalente de una extinción en masa: probablemente el fin de miles de carreras y proyectos. ¿Qué produjo el desencanto de tantas personas?

         No. No ocurrió de la noche a la mañana. Intentaré contestar esta pregunta de Alberto desde mi experiencia, aunque sea parcial:

Algunos de nosotros no podíamos contemplarnos como la generación a la que hace referencia Coupland porque no estábamos desencantados de la vida (aún) y no éramos políticamente apáticos. Todavía creíamos en la izquierda e intentábamos tener una participación política a través de las ideas. Durante ese tiempo de marchas, reuniones, plática con la gente, escritura, la izquierda sumaba en preferencia electoral menos del 10%. Entonces, sólo entonces, fue cuando la izquierda traicionó a la izquierda. Empezó a tener presencia en la gente con demagogia y activismo barato para luego encumbrarse en el poder y repetir los vicios que tanto había criticado. Para mí fue el inicio de la ruptura, el desencanto de la política y el fin de la izquierda.

Por otro lado, entre los escritores en que me encontraba, menos conocidos en ese momento que los que menciona Chimal, había una fuerte necesidad de escribir, pero no siempre sabíamos cómo hacerlo, los apoyos para desarrollar nuestra escritura provenían solamente de nosotros y el medio literario, muchas veces portando dos caras, una de falso apoyo y la otra de mezquindad, terminaron por enterrar los sueños de muchos de nosotros.

Tal vez por eso considero un acierto la denominación que le ha dado Alberto a la generación: Z, zombi, porque, como dice, muchos tuvimos que matar al escritor que éramos entonces, y luego de un período necesario de silencio, volver con otra voz, más desencanto, pero desde la vitalidad del que ha resistido su propia tumba.