jueves, 21 de marzo de 2013

Qué leer y por qué leer a los modernos


Desde hace un par de décadas algunos escritores han destacado la importancia de leer a los autores clásicos, y basan sus argumentos, particularmente, en los libros que sobre el tema escribieron Italo Calvino y Harold Bloom. En la mente de Bloom, más que en la de Calvino, leer a un clásico equivale a leer a un autor canónico; es decir, a un autor que por su estética y por su perduración en el tiempo se vuelve imprescindible en la historia de la literatura.

         Desafortunadamente esta idea de Bloom sobre el arte literario como un ideal canónico ha repercutido negativamente en algunos lectores que han dejado de leer a sus contemporáneos a los cuales, sin leerlos, estigmatizan como nefasta y trivial lectura. “No quiero perder mi tiempo”, he escuchado decir a lectores ávidos que se refugian en lo canónico desde hace muchos lustros y dejan pasar a escritores de la talla de Günter Grass, César Aira, José Saramago, Sergio Pitol e, incluso, a autores tan jóvenes como los que he mencionado últimamente en este blog.

         No obstante, este desprecio por los autores contemporáneos no es novedoso. Hay muchísimos escritores que, de no haber sido rescatados por alguien, hubieran quedado en el olvido literario. En ese rubro se encuentran autores clásicos como Shakespeare (rescatado por los románticos), Kakfa (publicado después de su muerte por su amigo Max Brod) o el poeta modernista José Asunción Silva, quien se suicidó a los 31 años sin haber publicado un solo libro y cuyos poemas, que leía en tertulias y publicaba en periódicos, eran motivo de crítica corrosiva y mofa en su ciudad, Bogotá.

         Me gusta una definición que sobre los libros clásicos propone Italo Calvino en su obra Por qué leer los clásicos:

Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural.

         Esta definición que propone Calvino implica varias cláusulas que el lector establece con un libro para validar o no su lectura:

1.      El libro debe causar resonancia en el lector. Es probable que un libro, aunque esté bien escrito, según las normas gramaticales establecidas y las licencias poéticas que sigue, no cause conmoción en el lector. Esto puede deberse a diversas razones: la juventud del lector, la inexperiencia del escritor, la animadversión del ánimo entre el lector y el escritor, la fantochez del autor que intenta desplegar durante largas páginas la técnica que ha aprendido tras años de estudio o la propia incapacidad del escritor por conmoverse con sus escritos, lo que suscita, asimismo, apatía en el lector que lo está leyendo. Conmover es una palabra que coloquialmente se usa como sinónimo de ternura. Sin embargo, conmover es, en términos del Diccionario de la RAE, perturbar el ánimo. La perturbación que un libro causa en el lector es una experiencia indescriptible. Podemos llenar largas páginas intentando mostrar lo que un libro ha resonado en nuestro ánimo, aunque en realidad terminemos hablando de la técnica, de la intención del escritor al escribirlo, de la semilla autobiográfica, pero esa inquietud  que un libro deja en el ánimo es inexpresable. Algo en nuestra sensibilidad se mueve para alterarnos, emocionarnos, meditar sobre lo que el libro ha provocado en nosotros o para volver a sentir el placer de leerlo; como una epifanía que se descubre en nuestro interior y que sobrepasa al libro. Esa huella hace que volvamos a leerlo y que en las nuevas lecturas descubramos nuevos libros dentro del mismo. En mi lánguida memoria, el autor que encabeza esta resonancia es Faulkner, siempre es Faulkner, y vuelvo a sentir la necesidad de leerlo para intentar explicarme por qué me causa tal impacto. Y aunque sea inexpresable como he mencionado, considero que esta es la firmeza que debe tomar el pulso del escritor.

2.       La lectura es una continuidad cultural. Los libros son herederos de una larga tradición literaria y de una época y circunstancias políticas, sociales, económicas, culturales y literarias determinadas. Así, una obra debe ubicarse dentro de sus contextos literarios e históricos. El aporte del estilo del escritor lo pondrá en algún eslabón de esa continuidad cultural a la que hace referencia Calvino. Esta postura crítica se aleja del conformismo literario o, en términos llanos, del puro remedo de las técnicas, de temas o argumentos, en el caso de la literatura. Un libro ubicado en esta continuidad cultural ha de aportar una mirada intrínseca del autor, porque ese libro nos proporciona el movimiento de una época literaria a otra.

3.      La autoridad de un libro está en relación con la repercusión que en el lector tenga la obra. He descubierto con pesadumbre que algunas editoriales publican a autores contemporáneos que ya son una referencia en el ámbito literario sin importar si sus obras están bien o mal escritas (o si tienen alguna resonancia en el lector). Esto es lo que comúnmente se llama una autoridad literaria. Pero la única autoridad legítima, desde mi punto de vista, es la que un lector puede hallar en un libro: la resonancia, la conmoción. La gran cantidad de libros que actualmente se publican no establecen por sí mismos la calidad literaria de la época. La epifanía interior, llamemos así a la resonancia, es lo que a un libro le proporciona autoridad frente al lector. Es decir, la autoridad no debería destacarse en lo que un escritor vende o lleva años publicando, sino en lo que le aporta al lector con su obra.

4.      El término clásico es ambiguo. Muchos autores que ahora son clásicos no lo fueron mientras estaban vivos. Es más, ni siquiera vendieron su obra o fueron publicados. Algunos estuvieron muertos literariamente, como Mariano Azuela, por muchos años hasta que algún lector con la sensibilidad necesaria para establecer un diálogo con sus libros lo rescata, lo analiza y expone las razones por las que debe ser leído nuevamente. Me pregunto: si ese alguien no lo hubiera rescatado, ¿sería clásico? ¿Su obra perdería calidad literaria? ¿Aquel que lo rescata expone que es un clásico o comunica en realidad por qué debe leerse?

5.      Un clásico es siempre “tu clásico”. Con los años he descubierto que la riqueza literaria que poseemos en este siglo XXI es enorme. Hay tanta buena literatura, antigua o moderna, que es imposible leerla toda o hablar de toda ella. No obstante, hay críticos que se empeñan en canonizar la literatura. Está bien. El fin de estos cánones es ser una clasificación que pueda ayudar a comprender épocas y circunstancias históricas y literarias. Pero no es la única mirada que debe prevalecer para un lector. Tras la lectura aquella repercusión de la que habla Calvino, sin importar si el autor está en el canon, es lo que determinará que volvamos a leerlo y que, sin duda, para nosotros, al margen de los críticos, ese libro tenga un lugar particular en nuestra biblioteca. Los críticos pueden alabar o denostar a los autores que quieran, decir que tal autor es clásico y que tal otro debería perderse en la ignominia, pero esa es su subjetiva versión de la literatura. ¿Qué tan válida es esta versión para un lector al que cierta obra ha conmovido al grado de amar ese libro?    

Por lo anterior, no estoy de acuerdo con la postura de leer solamente a los autores clásicos, en la noción de canónicos. Creo que los escritores modernos (no sólo los que figuran como autoridades literarias) también han hecho su tarea y han leído a los “clásicos”, han estudiado las formas, han pensado en qué y por qué desean comunicar literariamente algo al lector. Leer a los modernos también es leernos a nosotros: costumbres, errores, ilusiones, fatigas, desencanto e inocencia humana que en la actualidad nos caracterizan. Es decir, leer al hombre, en su tiempo y su circunstancia. No obstante, ¿debemos leer a todos los modernos? De eso tampoco se trata, sino, a la manera de Sherlock Holmes, ser lectores que indagan, examinan o critican a los autores que intentan establecer un diálogo con el lector a través de su literatura, y observar si lo consiguen.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Memoria de la ausencia

 




Fonseca era una ausencia. Una ausencia doble. La de aquellos años en que estuvo sin estar y la de los años posteriores en que faltó definitivamente. Eso era Fonseca.
Javier Núñez. La doble ausencia.

 La Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería en México ya no es como la recuerdo hace quince años, tal vez porque los recuerdos son figuraciones falsas, algo que queremos asir pero que se escapa como aquellas personas con las que convivimos en nuestro pasado. La recuerdo con novedades de editoriales que difícilmente se encontrarían en librerías (como los libros de editorial Progreso, ausente desde hace muchos años en esta feria), había menos gente, no las oleadas de personas que hacen ahora difícil el acceso por los pasillos y las escaleras, y se sucedían presentaciones de libros que eran un hallazgo placentero para el lector. Por fortuna, este último punto no siento que haya cambiado.

El pasado 3 de marzo el escritor Godofredo Olivares presentó en la Feria un libro que ganó el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo 2012: La doble ausencia  de Javier Núñez. Le tocó ser jurado y defender ante otros dos escritores esta obra como la que debía ser premiada. De manera imprevista, otro de los miembros del jurado llevaba el libro para debatir por qué debía ganar el premio.

La doble ausencia de Javier Núñez es la historia de un joven de veintitrés años que encuentra una libreta de memorias de su padre, un escritor poco conocido (Eduardo Fonseca) y muerto en un accidente fluvial cuando el joven tenía ocho años, y en la que encuentra una foto de una adolescente desnuda, Sofía, con la que mantuvo una relación mientras estuvo casado. Santiago deja su casa con la idea de reconstruir la imagen de su padre a través de esta chica, de los libros que escribió y de las señales que aparezcan durante esta andanza.
 

A través de Sofía, con quien empieza una relación —erótica para ella, amorosa para él—, desentierra a un padre contradictorio, complejo y descubre una serie de intrigas en la que Fonseca se dejó envolver. El ser humano es tiempo, tiempo y circunstancias, parece develar el autor en esta cadena de sucesos, percepción que se sugiere en las fotografías que la propia Sofía se toma desnuda desde que era adolescente, porque el cuerpo desnudo es la marca más visible del paso del tiempo en nosotros. Es la memoria más fidedigna. Capturar en una fotografía lo que fuimos. Lo demás que podemos evocar es falso, no hay fotografías de la memoria, cada uno de nosotros recordará lo que a su mente le quede o le plazca por recordar.


Así que la búsqueda de Santiago Fonseca por el recuerdo de su padre es insensata. No hallará el rompecabezas que fue a buscar; no obstante, desenterrará algo extraordinario tejido en una trama donde la cantidad de información que nos proporciona el autor a lo largo de la novela es casi matemática. Una novela que nos recuerda que aunque tratemos de ser escritores modernos podemos ofrecer al lector un texto atractivo, de lectura ágil, intenso y profundo, todo a la vez, complejo y contradictorio como los seres humanos, aunque la lectura dure lo que dura la memoria.


Javier Núñez. La doble ausencia. México: Universidad Veracruzana. 2013.